Paradojas, parábolas y apólogos
florecían lozanos de tu boca;
no silogismos, no pedruscos lógicos
al cuello de la mente cual collar.
Unamuno. El difícil Unamuno poeta, doblemente Unamuno por lo Unamuno y menos que menos leído, cada vez menos, si alguna vez algo. En este verano de lecturas tenues, no corresponderá leer y volver sino al afilado volumen que preparó Valverde y allí nos encontramos el verso crístico del rector y los palancazos isosilábicos del vasco, verdades trabajadas a hachazos y cabezonadas repetidas como rimas en reconsonante.
Lo tengo emparedado entre un libro de los más estilizados de Puente Ojea (quien discutiendo el lado pajaritológico que Jesús tenía del Cristo, no sé si se daba cuenta de cuánta razón le daba a Unamuno) y el magro opúsculo del amigo Feuerbach (quien combatía las hipérboles luteranas, que son como el envés bárbaro de las paradojas congestivas del Rosario de sonetos líricos, sin darse cuenta de que el hombre hizo a Dios a semejanza de Unamuno).
Este por su parte (ya lo dijo Navarro Tomás) remezcló la estrofa alcaica de todas las maneras menos una y voceó su sampling wordsworthiano con prosodia tronera como un chimbero desde la Plaza Nueva, tan cuádruplemente cuadrada como uno de los Cristos de Dalí. Y, en fin, en este día frío y húmedo del agosto serrano, las endrinas aún duras como piedras, los arces de Montpellier y los espinos albares (mientras los prados reclaman esdrújulos asfódelos y esperan a los cólquicos), nos repiten la atemporal pregunta: ¿Por qué existe Unamuno y no más bien nada?
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