Al libro desconocido
No se engañe el lector por la foto. No voy a hablar de Teofrasto en divinos sintagmas. Voy a hablar del libro desconocido. Está libro que llamamos olvidado pero que no hemos olvidado si hablamos de él. Así, de Luciano Rincón, nada menos que Cartas cruzadas ente Paul Éluad y Teofrasto Bombasto de Hehenheim llamado Paracelso (con páginas del diario de Robinsón leídas por Scherezade en las difícil tertulia del Califa), que recuerdo quizá vagamente, pero no tengo demasiada idea de la esquina en que mi ejemplar se esconde. No lo he olvidado: paradójicamente no pudo aventurar juicios téticos sobre él, pero tampoco categoriales.
κάποια πράγματα είναι γνωστά επειδή είναι άγνωστα
¿Cómo olvidado?¿Si lo recordamos? Después, el libro que sí que hemos olvidado puede habernos dejado alguna impronta, su verbo podrá salir de nuestros labios sin que lo sepamos.
¿Y si no queda nada? El olvido absoluto, ¿lo puede haber? ¿Puede ser el no haber sido? De lo que decimos habernos olvidado, no no hemos olvidado del todo, no lo hemos conseguido.
Pero aquel primer Teofrasto quizá se preguntase también sobre las inconsecuencias del recuerdo y del malogrado olvido, quizá encontrase algún argumento para quebrar el lomo de los académicos reluctantes, soltarle una fresca a su amigo de Estagiria, declarar, por ejemplo, que la idea del olvido no puede recordarse y, lo que es más, hemos de olvidarnos de nuestro olvido y de este segundo olvido, olvidarnos en un tercer olvido.
Pero el libro desconocido cayó en un campo de batalla donde las estanterías se baten a escarpiazos y se descerrajan los frágiles tomos, y todas las letras se dispersaron en una retirada infernal hacia sus tinteros de invierno. Sus despojos yacerán en arruinado gabinete, vencido el abrecartas. El libro olvidado dejará atrás su aparato de citas, reolvidadas, lo que otra vez suena a Teofrasto. El lector abandonará la fiesta sin saber que aquella fue la nunca bien ponderada última curda.
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