Al poco de haber salido, notó que se había olvidado el reloj y volvió a su casa. Además del reloj, que le costó encontrar, cambió de sitio alguna cosa y rehizo el periódico: actividades fuera de programa que a él le solían resultar enojosas, en particular en las mujeres. Aún se llegó al cuarto de baño y repuso algo en su sitio.
Salió a la calle y miró el reloj. Afortunadamente, sólo le dijo la hora. No le habló de la sutil mudanza en sus costumbres. Tampoco de la inconveniencia, e incluso imposibilidad física y moral, de salir de casa cuando se sabe que se ha dejado algo sin hacer.
Miró la hora y decidió que bien valía la pena tomar una copa más. Entró en el local, desordenado y sucio, pero eso él ya no lo notó. El camarero quería cerrar, pero no podía. No sabía a dónde tenía que mandar a cada uno de los parroquianos que hacía tanto tiempo, un tiempo que nadie pudo contar, que habían perdido su reloj.
Tomado de Luis Agustín Martínez Mínguez, Solamente siempre y otros volatines, Las Rozas, Los libros de Kiko, 2009.
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