De abuelos y bisabuelos heredaron, a través del servicio –fiel guardián de tradiciones y naftalinas– o de algunos frailes docentes, con mayor probabilidad e intensidad –y eran usos que habían adquirido la espontaneidad de aquella distinción de mayor eficacia etológica– de coetáneos a los que a su vez, siga usted aquí que yo sigo con otra cosa; de todos ellos, digo, el saber esperar en los veranos eternales al rey o a la reina y a una colección de figuras más que menos afectadas de carcoma, que eso es el suave quiliasmo de las clases se dice que pudientes y tan cercanas a la podredumbre de las provincias de templada costa.
Se fueron, se fueron todas las estantiguas y no volvieron. Quedaron los usos que dijimos y muchos años después asistiremos a la misma reunión que hoy nos acoge, aunque hayamos entrado como si fuéramos la sota de bastos y heraldos de una Visita que llegará, nadie lo duda.
Tomado de Ambrosio Cautelar, Del Eo al Urumea y tiro porque me toca, Zaragoza, La Canaleta del Bul, 2005.
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