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martes, junio 06, 2006

Calor

La primavera se convierte en una trampa que nos descabala. El tiempo de las cerezas arde con un entusiasmo que habla de la fugitiva frescura de la madrugada, o de los años que recordamos tan placenteros y tan desordenados. A ratos, la suave memoria se muestra inefectiva con las angustias o los temores pasados: es el opio del presente. Aquel tiempo pasado que falsamente revivimos en la imagen de la más dulce de las noches, con el ruido del agua como un ruiseñor rotundo y primordial.
Pero dependemos del grosor de los muros de nuestra casa y de una sabia política de ventilación. Esperemos que el frescor nos permita recobrar ya, avanzadas las horas pequeñas de la noche, algo más que una imagen sesgada y su irremediable negativo. Tendremos más; aspiraremos al arquetipo artesano del emparrado y el vino a la caída de la tarde, ignorando a filomela y disfrutando del grillo que se agazapa entre la verdura que apenas aguanta ya su verdor, sabremos de la otra y de la misma tarde entre ribazos o chopos que desembocan en un reunión rústica y tan eterna como las estrellas que van apareciendo: Allí Arturo, arriba Vega, luego el Águila y el Cisne, todo un bestiario que recorremos en un intermedio de ensaladas sobre la mesa: aquí el salero, en el centro el chorizo y el cuchillo, ¿dónde está la tetera de Sagitario?
Pero todo eso será cuando pase el calor, que es otro arquetipo, cuando las cigüeñas descansen columnarias, también por contribuir al arquetipo que emana de las torres y de los ascensores, que descansan sólo por insistir en la scala naturae y sus peldaños jalonados de arquetipos. Cuando pase el calor, que es un arquetipo ardiente. Los arquetipos que, como es sabido, nos tocan más allá, mucho más allá, del tiempo y sus retornos infatigables, nos acaban tocando los cojones.

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