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jueves, junio 15, 2006

American Way

Las cuatro hermanas se movían entre la heterogeneidad o la amena variedad de un ramillete y un innegable tronco común, tal vez resultado de la unión o del injerto de una vieja estirpe, la de la familia paterna, los X, con la de su madre, descendiente de los Z., quienes desde luego se contaban entre los primeros pobladores de esa parte de la ribera del ___. Para Rodrigo, había sido una evidencia desde el primer día en que, desde la veranda, pudo verlas en grupo, no sabría decir si hacendosas o entretenidas en algún juego intrascendente, quizá sospechoso de tan inocente o anacrónico, en el jardín.
Fue una intuición con la breve intensidad de una brisa lo que había sentido entonces, de tan ligera, y que sentiría después con la fuerza de una roca oscilante, inevitablemente cada día o como corolario de cada pensamiento en que alguna de ellas o algo que, por las caprichosas leyes de la asociación, se relacionase con ellas apareciese.
Y también fue al principio una brisa o una sombra otra obsesión que se fue apoderando de su fantasía, que era la de un joven ocioso con pretensiones literarias, la obsesión de que tenía que elegir entre las hermanas, quienes, por otra parte, respetaban el territorio de cada una. No se daba cuenta de que él era una propiedad para la que ya se había firmado un tratado de no agresión y hecho valer, si no una escritura de propiedad, al menos una opción seria y reconocida.
Por eso, no debemos insistir en los pensamientos que le acompañaban cuando cruzaba, por la portezuela adornada con una guirnalda que resistía misteriosamente desde hacia meses, la valla de la casa de los X. por la que sería última vez. Y última porque la vergonzante salida fue por la puerta trasera, la primera que le salió al paso cuando quiso alejarse del secreto, que nunca verdaderamente podría llegar a creer enteramente, del secreto que descubrió en aquella, como decimos, última visita más bien intempestiva y destinada a la catástrofe.
Una oscura aprensión no le fue ajena al encontrar la puerta abierta y no le dio tregua por el corredor que desembocaba en el salón del mediodía. Allí desde el vértice de la L del pasillo no necesitó más que un instante de clarividencia para apercibirse de todo. No necesitó más de dos palabras o dos exclamaciones para hacer notar su presencia, que fue recibida, si apenas notada, con una indiferencia que ya no podía dolerle.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ahora es cuando Zeno dejaba de fumar.