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lunes, junio 19, 2006

American Sway

Era una mañana aun fresca pero que anunciaba las futuras, tal vez excesivas, glorias del día; el verano llamaba a las puertas y en el aire se podía adivinar alguna amenaza, algún vaticinio de tormenta o de incendio, pero él no pensó en nada de esto. Cuando bajó del coche que le había conducido hasta aquel extremo de la alameda, no era plenamente consciente tampoco –deberíamos decir– de que años atrás, apenas a 200 yardas de ese lugar donde le dejaba un cochero que no se había dignado al menor intercambio de palabras con su pasajero, había dado con un secreto pleno, había hecho un descubrimiento sobre el que había pivotado su vida y también, hasta cierto punto, su olvido. Por algún pliegue de su memoria o por algún corredor de su consciencia debía de hallarse registrada la verdad, la constancia del hecho, de que en los últimos diecisiete años nunca había estado tan cerca de la casa –no era cuestión de llamarla mansión– de los X.
A otra narración puede corresponderle añadir que ese tiempo transcurrido había asistido a su triunfo como artista, que su carrera era brillante y única, aunque no vulgar, merecedora de la elegante fama que se reduce a los círculos que saben aunar refinamiento y una hacienda que se remonta a la colonia. O quizá a otra narración, que nada de esto había sido así, pero que Rodrigo no había perdido la frescura de sus esperanzas, o una mirada despejada y dispuesta al optimismo.
En esta narración, que sólo debe responder ante la verdad de la historia y sólo de ella, nos hemos de limitar al triste aviso de que nuestro héroe se ganaba la vida en el único oficio que nunca pensó que le podría corresponder, el de llevar los libros –aunque era sólo uno más entre la cohorte de contables de categorías y jerarquías diversas– de una compañía de establecimientos dedicados a la venta de tejidos, firma comercial fundada un par de generaciones atrás con más oscuridad que brillo, pero que en los últimos tiempos se había extendido por las ciudades más importantes del estado, e incluso había llegado a la gran metrópoli más al Sur.
Sin embargo, Rodrigo podía esperar que algo más podría corresponderle porque si había tomado el coche de caballos en el mismo patio de la estación de ferrocarril, temprano aquella mañana tras varias horas de tren nocturno, y ahora se encaminaba a la mansión –ahora sí, a la mansión– de los Van Springel, era porque su inmediato superior le había encomendado un trabajo que exigía alguna delicadeza, una buena dosis de diligencia y que era prueba de no poca confianza.

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