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jueves, octubre 13, 2022

Dietario laboral: La verità mi fa male, lo so

"¿Para qué mentir activamente si basta con ser perezoso?"  Debo la formulación a Labastida. No he hablado de Labastida durante años, pero (o porque) era lo más parecido a un genio que he podido conocer. Estábamos discutiendo antes de volver a clase acerca de un artículo de periódico que alguien había denunciado "por falaz, tendencioso y hasta antipropedéutico (sic)" y en el grupo parecía ir tomando forma la opinión de que el periodista había elegido sus fuentes de forma sesgada. Recuerdo que en esas estábamos cuando se acercó Labastida. Vino, escuchó y concluyó el debate con una intervención que a todos nos pareció feliz, insuperable "insuperablemente feliz y felizmente insuperable", como no se abstuvo de proclamar uno de los debatientes.

La ocasión a que me acabó de referir sucedió en el año de COU, en la cuaresma del año 1977. Pocos meses después, al final de ese verano, Labastida marcharía a estudiar Ingeniería a otra ciudad. Justo antes, un domingo nublado de principios de octubre, tomamos un autobúa, lo que se llamaba un coche de línea, y (por alguna razón para mí incomprensible o que simplemente ignoro) fuimos a parar a una aldea abandonada que décadas atrás vivió algun resplandor a causa de un intento minero que se quedó en nada, o en  unos muros y unas galerías inundadas. Caminamos un par de kilómetros, alguien parece estar al tanto de la geografía de la comarca, y a eso de las 12 de la mañana llegamos a nuestro destino, un paraje de vegetación descolorida y charcas tornasoladas que apenas acertaban a reflejar a los pajarracos negros que nos sobrevolaban con gran entusiasmo y que, de vez en cuando,  aceleraban en un picado hacia nuestras cabezas acompañado de unos graznidos un tanto descorazonadores.

Después de recorrer unas ruinas, una escombrera, un campo lleno de cascotes y tras estudiar cuidadosamente lo que parecía una vagoneta corroída y próxima a la disolución total en la comburente atmósfera (esto parece un motivo de Cela) del lugar, nos acercamos hasta el antiguo cementerio, lo rodeamos y, al fin, saltamos la tapia por el punto más propicio para ello.



legimus tamen etiam Ianum quadrifrontem fuisse


Las zarzas habían ocupado el recinto y todas las piedras parecían haber huido de la verticalidad o de la horizontalidad a que se debían acoger. De una lápida carcomida se levantaba, aun con mil abolladuras, una cruz de hierro un día tal vez adormada con lo que pudo figurar unas alas o la réplica metálica de un paño.

Creo recordar con precisión a un Labastida justamente lapidario: "donde la hoz no corta / y no bate el martillo". Algo nos podía sonar aquello; lo recuerdo pero nunca lo he consultado, ni siquiera en estos tiempos de internet. El lector podrá quizá descubrir la paráfrasis o la cita, completada o transformada, que se oculta en el comentario que dejo entrecomillado.

Dos años después me encontré a Labastida en un pasaje comercial, uno en forma de L que yo creo que evita todo el mundo. Contra mi costumbre, crucé por allí otro día lluvioso o quizá solo nublado, como si la distancia Manhattan supusiera atajo o alivio, y me topé con Labastida. Me pareció desmejorado, un tanto desdibujado, como aquel personaje de Conrad que se dijera hecho de cera y que hubiera iniciado una peligrosa fusión. "¿Santana, recuerdas? Der Saturnring wird... perdona. Quiero decir que lo que vimos aquel día fue un balcón de hierro colado desde el que los habitantes de Saturno toman el fresco todas las tardes".

Confieso que, al llegar a casa, escribí la frase. El infrecuente lector de estas entregas sabe que en las mismas abundan los últimos trances. Nunca he vuelto a ver a Labastida y tampoco he vuelto a saber de él.

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