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jueves, octubre 20, 2022

Dietario laboral: brutalismo onírico

Recuerdo algunas viviendas con aire de oficina antigua o más bien moderna en un tiempo ya pasado, ceniceros metálicos con vaciador, archivadores incongruentes junto a unos discos imagínese usted por ejemplo de los Indios Tabajaras, más papeles que platos y una botella de coñac cispirenaico que detecta las letras a punto de vencer; casi todas las camas, sofás cama; neones y flexos.

Abduciré estos recuerdos de una identificación apresurada con tipos humanos que pudieran alegarse aquí, gerentes de medio pelo, agentes comerciales, animosos promotores de gestorías incipientes, y parece que esta utilización alegre del verbo 'abducir' no es muy de Charles Sanders Peirce, sino todo lo contrario.

Conservo recorridos por los pasillos de viviendas cuyos moradores se servían de armarios contundentes, de madera que caía a plomo, cubos en los cubos que eran los dormitorios que apenas daban luz a un pasillo ortogonal, vanos de marcos grises, estancias nubladas; alacenas que solo podrían referirse a alimentaciones antiguas, de las que el visitante (salido de su tunel del tiempo y de olfato no habituado), recibía noticia nada más traspasar el umbral del inmueble.



ego et mulier haec habitabamus in domo una


Contrapongo imágenes de más ligereza arquitectónica y mobiliaria, de luz menos funcionarial y más diurna hasta de noche. No sumo en este párrafo los olores que son propios de unas memorias y de otras, en particular me abstengo de cualquier sinestesia a propósito del olor del tiempo, de los ciclos encerrados en una estancia en que, sin venir a cuento, uno se ve obligado a dormir en un viaje interrumpido.

Contrapongo a la contraposición la identidad que nos espera en el último cajón de la cómoda: uno y otro caso nos hacen pensar en domicilios ajenos, uno reconoce las costumbres que allí imperan, pero siente un ligero desvío, unos usos irreconciliables con su infancia y con el lugar que piensa que debe ocupar cada cosa y cada gesto, la botella de leche, la jarra de agua y la revista en el revistero. 

Conservo también el desconcertante recuerdo de los hoteles a medias renovados, habitaciones de mortecina luz y de colcha oscura en cuyo aseo, reformado e inquietantemente luminoso, se ha incurrido en una grifería que adornada de algún jeroglífico hídrico de novísima concepción.

Aduciré testimonios y reliquias, pisos de estudiantes sin historia y otros que se protegían a sí mismos (pues no había otra cosa que preservar) con espesas capas de mugre y las aún más untuosas de lances familiares de algún interés, a juzgar por los indicios que -supervivientes de los sucesivos pobladores- resistían el paso de las horas y de los climaterios: llaves a ninguna puerta, alguna foto o algún marco de foto desvencijado en un cajón, un utensilio de cocina más indescifrable que el jeroglífico del hotel que dijimos, un amago de colección de sellos incomprensiblemente derelicta bajo el costurero, un libro del Dr López Ibor de antes del climaterio.

Recuerdo una conversación en que clasificábamos el mobiliario según la esbeltez o la rotundidad de las bases sobre las que cada mueble se soporta. Yo nací en un tiempo en que la formica y otros laminados habían tomado posiciones, con la desenvoltura que caracteriza a la infantería ligera, en las viviendas venidas de la nada y, en esperable consecuencia, los muebles robustos me causaban un desasosiego próximo a aquello de Freud, de lo Unheimliche que decimos los pedantes en los ratos libres, esto es, que no nos daban miedo, pero que algo nos daban. Y ahí siguen, a la vuelta de cualquier esquina.


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