Estratega de café, su diplomacia secreta de alcance sublime (esto último parecería un alejandrino, pero el punteado simétrico de sus cuatro acentos nos hace pensar en un telégrafo criptológico y periclitado) se derrama en volatiles inscripciones por las servilletas de papel.
Sus mapas crecen, pero su cartografía nos recuerda el eterno e involuntario scherzo de quien desearía (y así lo finge) estar en posesión del mayor y más pueril de los secretos.
Su imbecilidad merecería un ministerio o la más afilada de las embajadas. O el retiro del eremita consultor que, una vez más, sabe fingir que está en el secreto de las potencias y de los más grandes juegos.
Se va del bar con sus cartas quinadas y sus planes que la astucia de la razón sigue ocultando que hace ya mucho que se pusieron en marcha.
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