Recordamos aquel título que publicó precisamente Alianza y que entretenía los ocios de los sociólogos a la middletown, Dos contra uno: teoría de coaliciones en las tríadas de Theodore Caplow y que parecía al curioso e impertinente lector de títulos y contraportadas sutilmente atinado en su triangulación.
De los pactos de que se habla estos días, bien puede afirmarse que se hacen posibles (o que se hacen posibles virtualmente) por el hecho de que hay más de dos partes en el juego, truismo que puede parecer perogrullesco que quizá no lo sea tanto. Porque la coalición o el pacto no es resultado de algo así como el buen rollo universal o regional, sino consecuencia de que al conflicto puede dársele razonablemente curso mediante alianzas más o menos duraderas y puede que mejor curso si razonablemente provisionales. Es decir, estamos ante algo tan “natural” como que el conflicto político entre partes que se reconocen mutuamente como tales se soluciona -o se conlleva- mal que bien (y de modo más que muy natural, muy lógico) mediante un sistema de coaliciones móviles.
Los pactos (que no son buen rollo, ya decimos) no son el peor modo que tienen los conflictos y otros líos de desenroscarse. Por ello, es absurdo negarles un lugar. De hecho, la lógica de los hechos ha negado ya el absurdo de las discursos a que asistimos hasta el domingo. Aunque no pocos siguen insistiendo en que los pactos son tenebrosos como tenebroso es todo conciliábulo. Como si su desaparición sólo llevase a situaciones virtuosas y no pactar fuera la más virtuosa de las prácticas. Como si del hecho de que se prohibieran, fuera a seguirse su desaparición.
De los pactos de que se habla estos días, bien puede afirmarse que se hacen posibles (o que se hacen posibles virtualmente) por el hecho de que hay más de dos partes en el juego, truismo que puede parecer perogrullesco que quizá no lo sea tanto. Porque la coalición o el pacto no es resultado de algo así como el buen rollo universal o regional, sino consecuencia de que al conflicto puede dársele razonablemente curso mediante alianzas más o menos duraderas y puede que mejor curso si razonablemente provisionales. Es decir, estamos ante algo tan “natural” como que el conflicto político entre partes que se reconocen mutuamente como tales se soluciona -o se conlleva- mal que bien (y de modo más que muy natural, muy lógico) mediante un sistema de coaliciones móviles.
Los pactos (que no son buen rollo, ya decimos) no son el peor modo que tienen los conflictos y otros líos de desenroscarse. Por ello, es absurdo negarles un lugar. De hecho, la lógica de los hechos ha negado ya el absurdo de las discursos a que asistimos hasta el domingo. Aunque no pocos siguen insistiendo en que los pactos son tenebrosos como tenebroso es todo conciliábulo. Como si su desaparición sólo llevase a situaciones virtuosas y no pactar fuera la más virtuosa de las prácticas. Como si del hecho de que se prohibieran, fuera a seguirse su desaparición.
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