(Jornadas, cierre)
No podía faltar. Luis Manuel trajo la lluvia. Cristina corre con Manuela. Tarde, tarde, como las enes, las erres y las eses de Cristina. Melismas de las prosas. Consonantes que recorren hasta las teclas negras, aburrido el espectrógrafo de esperar otro formante. El koan que huye de Paulino y de César, que huyen del koan en su círculo de tinta china. Inma escondida. Un hombre no se humedece, sólo se cala hasta los huesos. Goteras por todas las costuras.
Eso era la primera parte, Luis Manuel. Luis Manuel, hoy la torrencial es la lluvia en todos lo balnearios donde se jugaba los cuartos tu amigo. O vuestro amigo.
Pero la lluvia se cuela por la megafonía. Guadalupe regresa. La lluvia y el suelo que deja y el aire que deja. Rafael, Javier, Pedro, gamberradas a la marinera que afeará Teresa, que Luis callará y está César cansado: sospecha Elvira que de cansado con plumas de loro de Cernuda, canso de estar, que no ser, canso. Las copiosas y las especiosas comidas. La factura gástrica del chuletón, la de los pimientos, la del perejil y el ajo, en fin, de las almejas.
Luna en creciente, el Sol en Aries según visuales bien informadas. Nubes empeñadas en que su caos sublime abarque el firmamento y el arcén accidentado del cielo. Nubes que miramos con la incredulidad del desierto cada diecisiete años. Las piernas mojadas salto a salto, par délicatesse j’ai perdu ma souplesse, las piernas abiertas como para plantarse en la arena mojada (la corrida sin suspender) con el capote por delante, acrobacias sobre los charcos turbulentos de este atardecer de mayo.
Negocios estrafalarios, ya ni raros, pespuntean una cerveza intrascendente. La edición de los poemas de Cristina. Los paralelepípedos que Cachi apila arquitrabados como novedades de una biblioteca de obsidiana.
Olivia en algunas cercanías. Olive jeunesse, Charo tras el petirrojo. Keith desencaramado de su ventana de virtual tercer piso. Vinieron entonces las lluvias con su prestigioso y repetido (siempre mejora la segunda vez) carnaval de remolinos y airones de paradójico secano. Cuando Pedro llegó, Luis Manuel daba el último golpe de riñón. Dos tubulares hacen una negra. Dos negras, tres cuerpos de ventaja.
En esa tarde urbana de polvo levantado por el agua reluctante, soñamos con las ventanas abiertas a una lluvia de ritmo asonantado y, de puro sutil, pleno. Pero la lluvia se hincaba en la tierra con la obsesionada furia de un suicida reincidente. En las palabras de Cristina vio la ocasión de escucharlas tan de lejos, que no pudo resistir y se abrió de orejas.
(Shelley, Sacristán, ¿qué dijo Riego de la Oda a la Libertad?)
No podía faltar. Luis Manuel trajo la lluvia. Cristina corre con Manuela. Tarde, tarde, como las enes, las erres y las eses de Cristina. Melismas de las prosas. Consonantes que recorren hasta las teclas negras, aburrido el espectrógrafo de esperar otro formante. El koan que huye de Paulino y de César, que huyen del koan en su círculo de tinta china. Inma escondida. Un hombre no se humedece, sólo se cala hasta los huesos. Goteras por todas las costuras.
Eso era la primera parte, Luis Manuel. Luis Manuel, hoy la torrencial es la lluvia en todos lo balnearios donde se jugaba los cuartos tu amigo. O vuestro amigo.
Pero la lluvia se cuela por la megafonía. Guadalupe regresa. La lluvia y el suelo que deja y el aire que deja. Rafael, Javier, Pedro, gamberradas a la marinera que afeará Teresa, que Luis callará y está César cansado: sospecha Elvira que de cansado con plumas de loro de Cernuda, canso de estar, que no ser, canso. Las copiosas y las especiosas comidas. La factura gástrica del chuletón, la de los pimientos, la del perejil y el ajo, en fin, de las almejas.
Luna en creciente, el Sol en Aries según visuales bien informadas. Nubes empeñadas en que su caos sublime abarque el firmamento y el arcén accidentado del cielo. Nubes que miramos con la incredulidad del desierto cada diecisiete años. Las piernas mojadas salto a salto, par délicatesse j’ai perdu ma souplesse, las piernas abiertas como para plantarse en la arena mojada (la corrida sin suspender) con el capote por delante, acrobacias sobre los charcos turbulentos de este atardecer de mayo.
Negocios estrafalarios, ya ni raros, pespuntean una cerveza intrascendente. La edición de los poemas de Cristina. Los paralelepípedos que Cachi apila arquitrabados como novedades de una biblioteca de obsidiana.
Olivia en algunas cercanías. Olive jeunesse, Charo tras el petirrojo. Keith desencaramado de su ventana de virtual tercer piso. Vinieron entonces las lluvias con su prestigioso y repetido (siempre mejora la segunda vez) carnaval de remolinos y airones de paradójico secano. Cuando Pedro llegó, Luis Manuel daba el último golpe de riñón. Dos tubulares hacen una negra. Dos negras, tres cuerpos de ventaja.
En esa tarde urbana de polvo levantado por el agua reluctante, soñamos con las ventanas abiertas a una lluvia de ritmo asonantado y, de puro sutil, pleno. Pero la lluvia se hincaba en la tierra con la obsesionada furia de un suicida reincidente. En las palabras de Cristina vio la ocasión de escucharlas tan de lejos, que no pudo resistir y se abrió de orejas.
(Shelley, Sacristán, ¿qué dijo Riego de la Oda a la Libertad?)
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