Por lo visto aún anda por ahí el sicofantillo suizo Erich von Däniken, uno de cuyos más celebrados éxitos editoriales lucía por título el de Recuerdos del futuro, expresión cuando menos paradójica y que condecía mucho y bien con los años aquéllos de ciencia ficción de segunda y tercera mano, psicofonías casi avant la voix y tan turbias informaciones como las del día de hoy.
Y es que los recuerdos, llevaba razón el suizo, cada vez lo son más del futuro, pero es de temer que en un sentido muy diferente al que podía tener en aquellos tiempos de marcianos en vías de desarrollo y que tan bien nos ha contado los ya mentados en otras ocasiones Aibar y Guerricaechevarría.
La de la memoria es -y creo recordar que siempre fue- arte que tenía que ver con las artimañas y técnicas para no padecer los previsibles olvidos: La arquitectura de la memoria por la que andaba Michael Douglas en una cinta muy comentada. Pero la memoria es cada vez más compás y brújula de los tiempos. Por ejemplo, el retorno estos días de las caras de Bélmez de la Moraleda sucede ahora en clave de fusilamientos de la guerra civil española, dicho sea por no salirnos de la estela o rebufo del suizo.
Observemos: el arte de la memoria conoce y prevé, pero ordena mediante el raciocinio los materiales a los que ha de enfrentarse el sujeto. Como facultad subjetiva, dejada a su aire, es esclava del viento, del capricho y, en el mejor de los casos, de la polimatía.
Además, la memoria ofrece el problema básico de la identificación esencial. Sin ir más lejos, la memoria en su variante arquitectónica urbanística parece que puede apuntar a algo así como la esencia de una ciudad, pero cuál sea la esencia de una ciudad es algo que bien puede cambiar, porque la esencia de la ciudad no es ni su diseño ni sus materiales sino un complejo de contigüidades dinámicas, cuanto más dinámicas mejor. En consecuencia, mantener una parte material de la ciudad –nunca una parte formal, porque la forma de la ciudad es la forma de la evolución del complejo del que hablábamos- convendrá hacerlo porque es bueno o conveniente, no porque sea esencial, porque no pude serlo. Fuego a los organillos, tan paleolíticos. No por organillos, sino por símbolos.
Cuando se llama memoria a un recordatorio corpóreo (casi, diría uno, un fetiche) y se dice que lo es de algo esencial, no podremos abstraernos de su propia esencia, de lo que esa parte es, a la hora de discutir si se conserva o se destruye. Porque la memoria lo es de lo bueno y de lo malo. Esencia, lo que se dice esencia, la tiene lo malo y lo bueno. Y si no es el caso, la memoria de lo malo será bastante vacía.
Por lo demás, convendrá depurar a los razonamientos y a los debates de estas excrecencias que más que del teatro de la memoria proceden de la memoria del mal teatro. El artículo vinculado más arriba es, porque también contiene razonamientos, una contribución estimable, pese a su retórica memoriosa, pese a su inevitable propensión, en consecuencia, a igualar lo memorioso a lo funesto.
Y es que los recuerdos, llevaba razón el suizo, cada vez lo son más del futuro, pero es de temer que en un sentido muy diferente al que podía tener en aquellos tiempos de marcianos en vías de desarrollo y que tan bien nos ha contado los ya mentados en otras ocasiones Aibar y Guerricaechevarría.
La de la memoria es -y creo recordar que siempre fue- arte que tenía que ver con las artimañas y técnicas para no padecer los previsibles olvidos: La arquitectura de la memoria por la que andaba Michael Douglas en una cinta muy comentada. Pero la memoria es cada vez más compás y brújula de los tiempos. Por ejemplo, el retorno estos días de las caras de Bélmez de la Moraleda sucede ahora en clave de fusilamientos de la guerra civil española, dicho sea por no salirnos de la estela o rebufo del suizo.
Observemos: el arte de la memoria conoce y prevé, pero ordena mediante el raciocinio los materiales a los que ha de enfrentarse el sujeto. Como facultad subjetiva, dejada a su aire, es esclava del viento, del capricho y, en el mejor de los casos, de la polimatía.
Además, la memoria ofrece el problema básico de la identificación esencial. Sin ir más lejos, la memoria en su variante arquitectónica urbanística parece que puede apuntar a algo así como la esencia de una ciudad, pero cuál sea la esencia de una ciudad es algo que bien puede cambiar, porque la esencia de la ciudad no es ni su diseño ni sus materiales sino un complejo de contigüidades dinámicas, cuanto más dinámicas mejor. En consecuencia, mantener una parte material de la ciudad –nunca una parte formal, porque la forma de la ciudad es la forma de la evolución del complejo del que hablábamos- convendrá hacerlo porque es bueno o conveniente, no porque sea esencial, porque no pude serlo. Fuego a los organillos, tan paleolíticos. No por organillos, sino por símbolos.
Cuando se llama memoria a un recordatorio corpóreo (casi, diría uno, un fetiche) y se dice que lo es de algo esencial, no podremos abstraernos de su propia esencia, de lo que esa parte es, a la hora de discutir si se conserva o se destruye. Porque la memoria lo es de lo bueno y de lo malo. Esencia, lo que se dice esencia, la tiene lo malo y lo bueno. Y si no es el caso, la memoria de lo malo será bastante vacía.
Por lo demás, convendrá depurar a los razonamientos y a los debates de estas excrecencias que más que del teatro de la memoria proceden de la memoria del mal teatro. El artículo vinculado más arriba es, porque también contiene razonamientos, una contribución estimable, pese a su retórica memoriosa, pese a su inevitable propensión, en consecuencia, a igualar lo memorioso a lo funesto.
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