El cine español más clásico, explorando a su manera un camino que se nos antoja neorrealista e italiano, extrae del descampado dosis salvajes de metafísica y de sociedad atrofiada y postatómica. Márgenes de ciudad siempre arrasada y reconstruida, cada vez peor, huellas conservadas y visitantes que se mueven con naturalidad inaguantable en la desolación del cielo y de la tierra. Olivares que pronto serán invadidos o desmontes que preservan algún resto agropecuario. Se nos antojan orígenes patrios prestigiosos: Goya, Gutiérrez Solana, Baroja o Valle a su modo, el Ramón Casas de La huelga o El garrote vil, que sumerge el descampado en un territorio urbano anorgánico e incomprensible. Los descampados y muros esenciales de los cuarteles. Una escenografía abarrotada de todos los objetos, de todos los cachivaches, pero invisibles, salvo un ladrillo, un cubo de basura o un, pongamos por caso, barquillero tan místico como incongruente.
Ingenuamente pueden aventurarse dos clases de descampados: el primordial y falsamente etimológico (pero siempre “Éstos de pan llevar campos ahora”), que conserva no ruinas sino restos de desastres subitáneos o seculares y que conserva formas de vida –sus restos– que se rinden a las revoluciones de cada día; pero también el nuevo, el que surge de la nada, como una promesa de canalizaciones y viales. Pero éste segundo es falso, el mundo que todos vemos, tan azul y tan de colores las líneas de los metros, no nos reserva ninguna esperanza y sólo nos ofrece los signos de las batallas consabidas, ejércitos ciegos en la noche, que es el tiempo.
Piadosos, los promotores entierran las huellas de otras vidas. Bajo nuestros pies, en el brillante centro urbano de la primavera, el descampado aguarda como futuro espejo de nuestras penas. El descampado es un sistema de coordenadas para la desnudez moral y las esperas de personajes que no han venido nunca. Si nuestro amigo Sánchez nos permite la alusión, para viajes en cochecito a ninguna parte.
Ingenuamente pueden aventurarse dos clases de descampados: el primordial y falsamente etimológico (pero siempre “Éstos de pan llevar campos ahora”), que conserva no ruinas sino restos de desastres subitáneos o seculares y que conserva formas de vida –sus restos– que se rinden a las revoluciones de cada día; pero también el nuevo, el que surge de la nada, como una promesa de canalizaciones y viales. Pero éste segundo es falso, el mundo que todos vemos, tan azul y tan de colores las líneas de los metros, no nos reserva ninguna esperanza y sólo nos ofrece los signos de las batallas consabidas, ejércitos ciegos en la noche, que es el tiempo.
Piadosos, los promotores entierran las huellas de otras vidas. Bajo nuestros pies, en el brillante centro urbano de la primavera, el descampado aguarda como futuro espejo de nuestras penas. El descampado es un sistema de coordenadas para la desnudez moral y las esperas de personajes que no han venido nunca. Si nuestro amigo Sánchez nos permite la alusión, para viajes en cochecito a ninguna parte.
1 comentario:
Yo he leído a Octavio Paz en un descampado, sentado entre escombros. Leído en esas condiciones Paz no se sostiene, aunque yo -ingenuo de mí- intentaba que me gustase y/o dijera algo, algo algo con su arco y su lira... Una buena virtud de la intemperie y sus descampados.
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