Es el quinto día y es de noche. Nadie juega hoy a las sillas musicales, pero no hay espejuelos para todos. Rafael, voz. La lluvia aguarda su turno y convoca a un público emocionado y emocionante. La poesía no tiene explicación, se postula. Y nada la tiene. Ni relato. Agotadas las sillas del gallinero, César en el suelo, alguien más, enlotados y con el tronco llamado a un bamboleo levemente hipnótico. Por lo demás, silencio. Un madrugador móvil ha amagado antes del introito y ésa ha sido la señal para que todos desconectasen el suyo. De más lejos llega la voz de Rafael, que es una voz que se detiene unos centímetros antes del micrófono para tomar un impulso grave, a veces cavernoso.
Isabel tiene una cámara digital, pero la noche es la noche. Raúl fuma, pero el Doctor Sancha está cansado. Manuel está cansado y prevé aún lejano su descanso. La noche la invadirá una melancolía planetaria de aviones que se cruzarán en la noche estratosférica, agotadas las minucias revividas de la vecina o de la otra muchacha que qué fue de ella. O del otro que también fue locutor, pero que entonces, mientras a los demás la imagen de los enormes coches de entonces nos procura composiciones de lugar que un Dios escenógrafo nos probaría tan tremendamente desajustadas como una película de entonces o como una película de ahora mismo. César, Luis, Raúl, Pedro discuten de: lecherillas, mollejas, criadillas, callos todos, menuceles, literuelas, devolver casquerías en algún restaurante de atrezzo. Luego Armstrong y su pie derecho, ¿o era el izquierdo? Armstrong y el vecino de Armstrong. Maribel y las editoras extrañas presencian una conversación filológica, pacientes como editoras. Caristios, qué se fizieron. En nuestro rincón parecemos abundar los de Rh negativo. De menos se han hinchado cátedras. Fluctuaciones dad a Coriolano y a Belisario limosnas. La lluvia y su llegada. La lluvia que se hace de rogar y que luego sorprende. Una lluvia endecasílaba con acento en la hora sexta. El cansancio no se lo lleva la lluvia. No se lo lleva el empleado municipal con su manga redundante: “esto fue escrito con toda la inocencia, pero tiene dos lecturas” admite Rafael. Si es la segunda, qué compresión temporal en el hiato antes del verso último. La noche se desprende de la ronda como una cuesta abajo se desprende de los guijarros. Los poetas no son alpinistas despeñados; los poetas son personas prácticas (Herrera), pero eso ahora es cavilar acerca de aeropuertos y regalos. Aeropuertos y regalos que poblarán futuros libros de viajes y se adueñarán monopolistas de su ecosistema literario. Encuadernados en rústica desalojarán a otras lecturas del quiosco del aeropuerto, que se llenará de viajeros obsesionados con su correo electrónico, que encabezarán un movimiento para que cada viajero elija su propio localizador, lo que no impedirá que sigan queriendo que sus maletas no viajen en la bodega, que no llevará vino. Que vaya bodega.
Las copas están cansadas y son tímidas. La noche es una noche de precaución. Es una noche para un comentarista especializado en ciclismo. Todo llegará, pero ahora se tratar de ahorrar fuerzas, de no ser demasiado generosos en el esfuerzo, de elegir la rueda buena de entre toda la serpiente. Los dos últimos puertos que se subirán en días grises, de intermitentes lluvias, de igual que en viejos tiempos. Arde el bar.
Isabel tiene una cámara digital, pero la noche es la noche. Raúl fuma, pero el Doctor Sancha está cansado. Manuel está cansado y prevé aún lejano su descanso. La noche la invadirá una melancolía planetaria de aviones que se cruzarán en la noche estratosférica, agotadas las minucias revividas de la vecina o de la otra muchacha que qué fue de ella. O del otro que también fue locutor, pero que entonces, mientras a los demás la imagen de los enormes coches de entonces nos procura composiciones de lugar que un Dios escenógrafo nos probaría tan tremendamente desajustadas como una película de entonces o como una película de ahora mismo. César, Luis, Raúl, Pedro discuten de: lecherillas, mollejas, criadillas, callos todos, menuceles, literuelas, devolver casquerías en algún restaurante de atrezzo. Luego Armstrong y su pie derecho, ¿o era el izquierdo? Armstrong y el vecino de Armstrong. Maribel y las editoras extrañas presencian una conversación filológica, pacientes como editoras. Caristios, qué se fizieron. En nuestro rincón parecemos abundar los de Rh negativo. De menos se han hinchado cátedras. Fluctuaciones dad a Coriolano y a Belisario limosnas. La lluvia y su llegada. La lluvia que se hace de rogar y que luego sorprende. Una lluvia endecasílaba con acento en la hora sexta. El cansancio no se lo lleva la lluvia. No se lo lleva el empleado municipal con su manga redundante: “esto fue escrito con toda la inocencia, pero tiene dos lecturas” admite Rafael. Si es la segunda, qué compresión temporal en el hiato antes del verso último. La noche se desprende de la ronda como una cuesta abajo se desprende de los guijarros. Los poetas no son alpinistas despeñados; los poetas son personas prácticas (Herrera), pero eso ahora es cavilar acerca de aeropuertos y regalos. Aeropuertos y regalos que poblarán futuros libros de viajes y se adueñarán monopolistas de su ecosistema literario. Encuadernados en rústica desalojarán a otras lecturas del quiosco del aeropuerto, que se llenará de viajeros obsesionados con su correo electrónico, que encabezarán un movimiento para que cada viajero elija su propio localizador, lo que no impedirá que sigan queriendo que sus maletas no viajen en la bodega, que no llevará vino. Que vaya bodega.
Las copas están cansadas y son tímidas. La noche es una noche de precaución. Es una noche para un comentarista especializado en ciclismo. Todo llegará, pero ahora se tratar de ahorrar fuerzas, de no ser demasiado generosos en el esfuerzo, de elegir la rueda buena de entre toda la serpiente. Los dos últimos puertos que se subirán en días grises, de intermitentes lluvias, de igual que en viejos tiempos. Arde el bar.
Shelley y Sacristán en su tándem. No se les sale la cadena.
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