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martes, septiembre 13, 2022

Dietario laboral: el doctorado son los otros

Con el retraso con el que a menudo suceden estas cosas, acabo de saber que Juan Jesús González Lada murió en la primavera de 2020. Licenciado en filosofía y, una vez licenciado, culo de mal asiento, Juanje (que así se le abreviaba en un exceso de jotas) había sido de joven un estudiante modélico, sabio y hábil, cumplidor con alguna astucia de sus compromisos y hombre (joven) de recursos.

Pero algo se torció cuando emprendió sus estudios de doctorado. De hecho, si algo tuvo de doctor, lo tuvo gracias a mí, como referiré en seguida: Apenas sí aprobó un curso de doctorado, y ese se lo aprobé yo.

En el invierno de 1987 los más cercanos pudimos percibir algún cambio en él, sutil dirán algunos. Yo recuerdo alguna ocasión de esos días en que parecía haber ingresado en una cofradía cínica. Decía alguna verdades primitivas, quizá socialmente incovenientes de vez en cuando, pero, sobre todo, yo diría que neutras, impertinentes en el sentido de que no hacían al caso, aunque no eran, incluso con ello, hirientes ni molestas.

Un día de febrero me lo encontré, diría que había bebido, a eso de las dos de la tarde y sin mayores preámbulos, me pidió "un gran favor, bueno un pequeño favor".

Al parecer, esa tarde a las cinco tenía la última sesión de un curso de doctorado y, puesto que no había comparecido en clase o seminario alguno, era "absolutamente indispensable, o sea, de vital  importancia" que alguien asistiera por él, ya que él mismo no podía por razones que no aclaró, y que ese alguien bien podía ser yo.

Le expliqué, como si él y todas las demás personas que me conocían no lo supieran, que eso era imposible, que yo no sabía nada de filosofía, que me iban a desenmascarar (¿O más bien le desenmascarían a él?), que qué se había pensado.

-Nada, ningún problema. El curso es de filósofos presocráticos, creo, una parida. Si te preguntan, di cualquier cosa o repite alguna frase que hayas oído antes. Eso sí, al final o al principio te presentas al profesor. No te equivoques. Tienes que ser yo.

El lector desde hace unas lineas y yo mismo, desde las dos en punto de la tarde de aquel día, sabemos o sabíamos que no iba a poder rechazar la proposición, análoga a otras muchas que se relatan en el más bien insípido corpus del folklore universitario. La casualidad quería, además, que esa fuera la única tarde de la semana en que el colegio donde simulaba ser profesor de inglés no hubiera clases. Ciertamente, la única excusa que, a falta de verdaderas razones, podría haber dado.

Cuando llegué, estaban comenzando, todos sentados y el profesor de pie. Presidía el aula una pantalla en que se proyectaba un texto en griego formado por líneas que formaban un rectángulo más estrecho de lo normal. Así que no era difícil colegir que se trataba de versos. El profesor hablaba de Parménides y recordé vagamente algo del poema de Parménides. Algunas palabras aparecían subrayadas,  múltiplos de cinco a los márgenes numeraban los versos y unas letras latinas (a, b, c, d,...) ordenadamente parecían jalonar puntos o momentos capitales del poema.

Durante bastante tiempo, el profesor Henares, que ese era el nombre del sabio que tenía delante, comentó asuntos bastantes ininteligibles. Habló, recuerdo, de las musas jonias o de las itálicas, pero no estoy muy seguro, mencionó un nombre alemán con el que mostró un desacuerdo quizá sobreactuado. Se trataba de algún otro sabio del que recuerdo que tenía nombre de músico y al que decía que había conocido, ya muy anciano, en los años cincuenta en Alemania. Siento no poder relatar nada más de aquella escena, pero tampoco creo que esta diversión sea muy importante.



Ego sum Esau primogenitus tuus


En fin, el momento culminante de la aventura llegó. Hacía rato que, para mi ya completo desasosiego, había fijado su mirada en mí, como suelen hacer las mayoría de los profesores: van a la caza de una mirada poco imaginativa, a la que no se le ocurra cómo desasir los ojos propios de los ajenos. Miró un papel, la lista de alumnos probablemente, y se vino hacia donde yo estaba.

- Doctorando González Lada, supongo. Es usted como el perro de Crisipo. Un honor después de tanto tiempo.

Debí de asentir porque Henares siguio adelante. Señaló a la pantalla en un gesto circular, como queriendo abarcar todo lo allí reflejado.

-Bien. Vamos a comentar el poema. Ya sabe usted que he señalado varios momentos (¿Quizá me reconfortó tenuemente que usase la palabra que yo ya entonces habia utilizado y que el lector encontró más arriba?). Eso sí, Lada. Puede usted empezar por el momento, por la letra que quiera.

Sobra decir que entonces el tiempo se detuvo, mi vida o lo que quedaba de ella pasó por delante de mis ojos, vi álbumes de cromos y balones de reglamento, el aleph de Borges y creo, dado que éstábamos donde estábamos, el mismo ser de Parménides y parte del extranjero y de la cordillera Carpetovetónica. Delante de la pantalla, de donde solo era capaz de extraer con el mínimo sentido que tenían, aisladas, unas pocas letras del alfabeto latino y quizá la alpha y la omega y la pi, que alguna había al principio me parece, no sé si llegué a balbucear alguna sílaba insensata.

-Venga, comience usted por donde quiera -insistió Henares.

No sé por qué, quizá porque debía adoptar una actitud estoica (estos no entraban en el programa) ante la catástrofe final, la debacle de un imbécil en un remolino absurdo, dije algo en voz suficientemente clara, y no sé por qué dije lo que dije:

- Me es igual dónde comience; al poco estaré allí mismo otra vez.

Y no había tampoco comenzado a arrepentirme de lo que estaba diciendo, cuando Henares soltó una carcajada al principio ambigua, pero luego claramente aprobatoria. Se acercó rápidamente a mi rincón, me dio unas palmadas en la espalda, se volvió a todo el mundo y dijo.

-Por fin, señores, alguien dice algo inteligente y oportuno en este curso. Este es, sin duda, su punto culminante. Así que hemos acabado, señores. Ya les llegarán sus calificaciones. Lada, mi enhorabuena. Ya nos veremos.

No me atreví a llamar al auténtico González Lada. Durante unos días traté de convencerme de que algún conocido me había comentado que nuestro común amigo había cambiado de número y, asi, era inútil llamarle. Él me llamó a mí a cabo de un mes.

- Sobresaliente, tío, sobresaliente. O eres muy bueno o se ha confundido. No quiero pensar mal. Ja, ja.

No me dejó explicarle nada, parecía que prefería no saber qué había pasado ni cómo habían concluido la clase y el curso.

Tiempo después, averigüé que mi intervención fue especialmente adecuada por razones no sé si filológicas o filosóficas o vaya uno a saber, pero el lector sabrá ahorrarme ulteriores aclaraciones, que -la verdad- tampoco recuerdo muy bien. A Lada no se lo pregunté y la verdad es que no lo vi nunca más.


2 comentarios:

Javier de la Iglesia dijo...

Preguntaron al bellaco, quál fuera su antojo.
Dis': «Díxome, que con su dedo me quebrantaría el ojo,
»d'esto ove grand pesar, e tomé grand enojo,
»et respondile con saña, con ira e con cordojo:

Pedro Santana dijo...

que siempre me pagué de pequeño sermón