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lunes, enero 09, 2006

The Shadow Line

–En el garigolo –y no puedo recordar si era la primera vez que oía esa palabra, allá a mediados de los ochenta, o sea, hace ya mucho–, en ese reducto donde todos deseábamos pasar el mayor tiempo posible, desde el comandante hasta nosotros, aunque sabe Dios que sólo lo conseguía el soldado que nos preparaba los almuerzos, uno oía muchas cosas. Sobre todo oía a quienes, si no fuera por aquellos meses, no habríamos tratado nunca. Se equivoca quien afirme que todos ellos, los profesionales, eran iguales. Incluso en esos años que habían servido para que Serra se propusiera aligerar al ejercito de coroneles y sólo consiguió aligerarlo de tenientes, los había de todas clases y, podría decirse, de todas condiciones.
La luz decaía, aunque su voz se mantenía firme. Parecía demasiado consciente de que su memoria traicionaba algo más que una reunión de gentes condenadas a una rutina envenenada. Por otro lado, no parecía que nadie pudiera reabrir una conversación extinguida ya hacía tiempo.
–El alcohol, y sobre todo a eso de las once de la mañana, era cosa de algún teniente viejo, viejo como los veía yo entonces; no sé ahora. Pero decía que los había de muchas clases. Incluso políticamente... No, no me importa conceder que todos ellos –aunque esto no es verdad– fueran de lo que damos en llamar extrema derecha. Aun ahí las diferencias se dan y son muy importantes. Estaba, por ejemplo, el capitán Z., que nos parecía un miembro del Opus Dei, pero que con seguridad no lo era. Les puedo citar algunas opiniones y frases suyas (o de otro, pero que él había hecho suyas) que me resultan todavía reveladoras. Traducían unas ideas o una posición propia, que quizá sobrevaloro porque así disculpo aquel tiempo de ocio culpable y pereza. ¿Qué quieren que les diga?
Habíamos encendido las luces y alguien se estaba ocupando de saquear el refrigerador, menos convencido seguramente del deber de la atención para quien, tras meses o cursos de silencio, emprende un relato que, sabemos, difícilmente nos moverá de la común indiferencia (1).
–Un día, y no recuerdo a cuento de qué venía –aunque probablemente tenía que ver con el ascenso de algún compañero digamos que de armas– nos dijo que se sentía joven, pero que algo ya le hacía fruncir el ceño. Eso dijo. Utilizó, si quieren, una expresión un tanto desajustada, pero qué le vamos a hacer. Se detuvo el capitán –y es preciso hacer notar que ni el comandante ni los otros dos capitanes del batallón estaban presentes– seguramente porque quería comprobar con qué fidelidad seguíamos su intervención. Nos miró, uno por uno, a todos nosotros y añadió lejanamente conspirador que cuando a uno le ascienden a comandante, algo se quiebra. Se sabe que ha pasado lo mejor. Que hay que ascender, pero que la consiguiente alegría está irremediablemente velada por una sombra que se asoma al rostro de manera peligrosa.
–Se ponía una venda antes de la herida.
–Posiblemente, si tal cosa tuviera sentido, que lo dudo. Era un hombre en la treintena, tal vez avanzada. Ni para aquellos años ni para éstos era viejo, evidentemente; ni lo será aún, ya haya abandonado o no la fiel infantería. No me consta que alguien replicara que peor sería el paso de los años sin la recompensa del ascenso. Por otro lado, uno tiene la sensación de que incluso esos hombres cuya vida se ha pautado con tanta rigidez no carecen de recursos para, lo diré así, sentirse rejuvenecer.
Ahora la pausa la hizo él. Pudo antojársenos que era intencional esa pausa, mimética de aquélla que nos acababa de referir, pero nadie dijo nada.
–Por ejemplo, un general a punto de pasar a la reserva, ¿no está especialmente dispuesto para darse un gusto al cuerpo y decir lo que quiere decir? ¿no andará buscando uno de aquellos arrestos con que se castigaba la petición del primero de una promoción, según es fama? Señores, esto último es psicología y, por tanto, algo inane. Estudien, en cambio, cómo las preferencias de un sujeto encuentran marco y sentido en un ambiente que ya nadie sabe de qué está hecho.
Tímidamente, alargó el brazo. Solicitaba una de las botellas de cerveza que todavía quedaban en nuestro garigolo.
(1) Pese a lo cual, no es este relato una expresión de piedad.

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