Concibe un plan magnífico, extraordinario, digno de unas vacaciones. Cae en sus manos Costas Extrañas de J. M. Coetzee y jura que leerá las obras de las que el escritor habla en los 23 ensayos más la introducción de que consta el libro. Unas pocas ya las conoce y eso supone un descuento muy bienvenido, pues es fácil confundir el paso atrás para tomar impulso con el abandono.
Ha empezado por el ensayo número 11, el de Dostoievski. Ponerse manos a la obra exige un horario riguroso aunque sin cuadricular el tiempo disponible; leer epilépticamente, cabría decir. Pero la lectura tiene sus ritmos y lo que recuerda de Dostoievski es desalentador. Los nombres rusos siempre le han parecido que dificultan la vida. Las casas rusas de las novelas o le han hecho pensar en adaptaciones televisivas más bien precarias o le han recordado el domicilio de un anciano pariente que bordea el síndrome de Diógenes. En el mejor de los casos, las casas rusas le han hecho pensar en monasterios rusos.
¿Y si una lectura prolongada le hace ver Karamazovs asomando por las esquinas o estudiantes asesinos por las escaleras? No leer a Dostoievski sería un caso de samozaschita bez oruzhiia. Ahora bien, la curiosa ocurrencia, la hipótesis, posee una estructura peculiar, que pasamos a valorar.
Llegar a la conclusión de que nos rodea el elenco de una compañía de actores más bien limitada, cada uno con una multiplicidad de papeles, vigilante siempre el director de que hayan sido bien repartidos para esquivar coincidencias en la escena, es una hermosa ficción que sigue al juego de los parecidos (nos hemos deslizado más bien hacia el síndrome de Fregoli, o.b., pero seguimos adelante).
Ha empezado por el ensayo número 11, el de Dostoievski. Ponerse manos a la obra exige un horario riguroso aunque sin cuadricular el tiempo disponible; leer epilépticamente, cabría decir. Pero la lectura tiene sus ritmos y lo que recuerda de Dostoievski es desalentador. Los nombres rusos siempre le han parecido que dificultan la vida. Las casas rusas de las novelas o le han hecho pensar en adaptaciones televisivas más bien precarias o le han recordado el domicilio de un anciano pariente que bordea el síndrome de Diógenes. En el mejor de los casos, las casas rusas le han hecho pensar en monasterios rusos.
¿Y si una lectura prolongada le hace ver Karamazovs asomando por las esquinas o estudiantes asesinos por las escaleras? No leer a Dostoievski sería un caso de samozaschita bez oruzhiia. Ahora bien, la curiosa ocurrencia, la hipótesis, posee una estructura peculiar, que pasamos a valorar.
Llegar a la conclusión de que nos rodea el elenco de una compañía de actores más bien limitada, cada uno con una multiplicidad de papeles, vigilante siempre el director de que hayan sido bien repartidos para esquivar coincidencias en la escena, es una hermosa ficción que sigue al juego de los parecidos (nos hemos deslizado más bien hacia el síndrome de Fregoli, o.b., pero seguimos adelante).
El juego de los parecidos se suele comenzar con el caso elemental de los parientes; pero en seguida se pasa a encontrar parecidos entre personas de las que cualquier parentesco pueda darse por excluido. Se suele comenzar con parecidos objetivables y se acaba, en un proceso de autosugestión, por disolver, como se disuelven en cera derretida ciertos rostros, la fisiognomía y la fisonomía de todo cristiano.
La hipótesis (pseudo)racional es que el catálogo de rasgos y su combinatoria son finitos, como limitada es la gestualidad humana básica. A partir de cierto umbral, estamos engañados por el vértigo del juego y sólo quedan hipótesis de la misma pelambre que ésta. Además tenemos las explicaciones que surgen automáticamente en casos patológicos (Capgras en Google nos da 69.000 entradas; 167 en lengua rusa), pero dejamos este asunto, no sin reconocer que ignoramos cuál es la distancia genética entre una y otra familia de hipótesis, las sanas y las psicopatológicas. Estructuralmente, solo hay una y la misma familia, distancia cero: "que no siempre habrá de negar cordura/ la verdad que locura nos alcanza".
Supongamos que los escritores que frecuentamos han sido sustituidos por literariamente hábiles sustitutos; o que, digamos, Cees Noteboom, el mero Borges, W. G. Sebald y Vázquez Figueroa sean o hayan sido el mismo autor secreto, inmortal y enloquecido; escribiente en una lingua franca inmediatamente traducible a distintos idiomas europeos y con poco esfuerzo más al malayo o al otomí. Incansable condenado a la escritura, sujeto a una anatomía que su oficio deformó en un pasado seguramente prehomérico, ciego.
A Cees Noteboom le dedica Coetzee o su doble otro ensayo (el que hace el número 6). Sus 12 páginas acaban con El desvío a Santiago. Noteboom se hace preguntas sobre España (por ejemplo, sobre la despoblación que supone de Castilla). Coetzee se repite la pregunta e incurre en tópicos que no perdonaríamos en, por ejemplo, el escritor nacido en Sudafrica J. M. Coetzee, por no hablar del neerlandés Noteboom. Uno imita a la naturaleza, y el segundo imita al primero. La naturaleza le copia a éste último; luego le sale al paso a Cees Noteboom.
El lector pasaba por allí. Los inmortaliza, como al escritor insomne, en un grabado que moscas españolas, las moscas de un mesón o los tábanos de las caballerizas, ensuciarán muchos años después, ayer mismo.
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