Raymond Smullyan concluye su Satán, Cantor y el infinito con una incursión en un género bien representado en el folklore y bien asentado: el del ingenio burlado de Satán. Impone éste, sentado como un cormorán (esto es, en las ramas, como espera y comprueba el lector) como los que ahora se ven por el Ebro, siempre atentos entre tanatorio y cementerio (1), una prueba ante la que el agudo estudiante cantoriano vencerá. Pero el cantoriano estudiante sabe de matemáticas y sabe de derecho. Su victoria dependerá del modus de las acciones prescritas en el contrato que firma. “La matemática se incendia ante el derecho”, escribió Azúa. Glosar esa línea requerirá siempre más bits y no queda espacio en este blog. Yehoshua Bar Hillel de Viena (o de Bnei Akiva) dijo la misma cosa, supongo, cuando escribió sobre la traducción automática. ¿Qué decía de nosotros cuando traducimos? ¿Qué sabemos o cómo es que nuestra capacidad procede de nuestro error?
Expulsados del paraíso (no nos referiremos claro a “Aus dem Paradies, das Cantor uns geschaffen, soll uns niemand vertreiben können”) o más modestamente de una finquita cualquiera, nos contentamos con no menos que descripciones inacabables: qué grande era mi colina. Inacabables como las que precisa la máquina que decía Bar-Hillel. Pero las descripciones infinitas hay que sortearlas. Ya dijo aquél que el Absoluto se reconoce, pero no se conoce.
Expulsados del paraíso (no nos referiremos claro a “Aus dem Paradies, das Cantor uns geschaffen, soll uns niemand vertreiben können”) o más modestamente de una finquita cualquiera, nos contentamos con no menos que descripciones inacabables: qué grande era mi colina. Inacabables como las que precisa la máquina que decía Bar-Hillel. Pero las descripciones infinitas hay que sortearlas. Ya dijo aquél que el Absoluto se reconoce, pero no se conoce.
Con lo que el lector ya puede juzgar cómo se hacen deshaciéndose los ovillos. Y los pseudo-ovillos.
(1) histórico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario