El chiste es evidentemente sobre alguien que quiere hacer amigos. Los ve partiéndose de risa cuando uno tras otro van cantando números: El tres, el cincuenta y siete, el ciento dos. Se le informa de que, como conocen ya todos los chistes, los tienen numerados de manera que, en lugar de relatarlos en toda su extensión, se limitan a recordarlos mediante un número que se les ha adjudicado previamente. La situación puede recordar la diaria de un grupo de commuters de clase media, un tópico del American Way of Life visible sobre todo en after-comedias de los sesenta. La intervención del recién llegado, pongamos que el dieciséis, es claramente censurada. Se le informa de que no se trata de que el chiste dieciséis sea malo, sino de lo mal que lo ha contado.
Este chiste puede tener su propio número. Ahora bien, como es un chiste que “menciona” otros chistes, podemos convenir que debe incluir los números de éstos en el suyo propio. Como nuestro chiste, uno de la familia de chistes que contienen otros chistes, puede convertirse en otro simplemente por cambiar alguno de esos chistes internos, acabará por ser “representado” por un montón de números. De otra manera, el mismo chiste básico se desplegará en una infinidad de chistes cada uno con su número propio. No importará que el chiste siga siendo básicamente el mismo. Si nos comprometemos con la enumeración de los chistes, no podremos remediar fácilmente que esto acabe siendo así.
No tema, sin embargo, el lector que se le intente aquí hacer tropezar con alguna rareza numérica torpemente aliñada o con una paradoja de gran estilo. No vamos por ahí. Nos interesa más bien fijarnos en las posibilidades de éxito de la sustitución del relato por la mención al relato y ver si de ahí nos resulta una mínima y pequeña paradoja, una rareza común. Por eso, quede para otro día insistir en los chistes que contienen otros chistes que contienen, etc. o en otras maneras de multiplicar el número de los chistes, o en poner números a sus mecanismos, retóricas o dobles sentidos…
Más arriba entrecomillamos un “menciona”, usado y no mencionado, porque lo que se hace en nuestro cuento es sustituir el relato de un chiste por algo que nos parece su mención, y las menciones se hacen, bien o mal, pero no se narran, bien o mal, como los chistes y por más que éstos puedan contener una mención o muchas. Sin embargo, si tomamos la palabra a los protagonistas de nuestro chiste, los números que se cantan unos a otros son narraciones sujetas a un arte más o menos desarrollado. Más simplemente, para empezar convendrá ir encadenando adecuadamente unos chistes con otros según sea el turno de cada uno de los chistosos concurrentes.
Pero, ¿podríamos cifrar expresiones como “el chiste que contaste antes” o “el chiste que contó tu primo”? No podríamos dar su número porque eso sería contar el chiste otra vez. De hecho, nuestro chiste contenedor sería una galería de chistes que obligaría a contar mal un posiblemente buen chiste. Además alusiones y menciones serían de vez en cuando más largas que los propios relatos (al menos para números bajos).
No nos andaremos tampoco con prosodias. Imaginemos el caso de un chistoso que suelta un doscientos cincuenta… para, según lo que compruebe del efecto que ha causado, añadirle un “ … y siete”, o un “mil ochocientas sesenta…”. El chistoso incompetente podría remitirse a un chiste siempre más lejano, amparado en que a ese lejano chiste le convendrá el ser contado con dudosa gracia en su primera y ya exagerada parte. Remitimos al lector al inacabable chiste del premio de fin de curso que amenizó tantas transiciones de la infancia a la pubertad y le animamos a que le busque un número adecuado, a él y a todas sus extensiones, aquéllas que se producían según el alumno se iba matriculando en postgrados, doctorados y oposiciones de variado matiz y pelaje.
En fin, las complicaciones crecerían, pero lo dejamos aquí, no sin prometer que la investigación continuará.
Este chiste puede tener su propio número. Ahora bien, como es un chiste que “menciona” otros chistes, podemos convenir que debe incluir los números de éstos en el suyo propio. Como nuestro chiste, uno de la familia de chistes que contienen otros chistes, puede convertirse en otro simplemente por cambiar alguno de esos chistes internos, acabará por ser “representado” por un montón de números. De otra manera, el mismo chiste básico se desplegará en una infinidad de chistes cada uno con su número propio. No importará que el chiste siga siendo básicamente el mismo. Si nos comprometemos con la enumeración de los chistes, no podremos remediar fácilmente que esto acabe siendo así.
No tema, sin embargo, el lector que se le intente aquí hacer tropezar con alguna rareza numérica torpemente aliñada o con una paradoja de gran estilo. No vamos por ahí. Nos interesa más bien fijarnos en las posibilidades de éxito de la sustitución del relato por la mención al relato y ver si de ahí nos resulta una mínima y pequeña paradoja, una rareza común. Por eso, quede para otro día insistir en los chistes que contienen otros chistes que contienen, etc. o en otras maneras de multiplicar el número de los chistes, o en poner números a sus mecanismos, retóricas o dobles sentidos…
Más arriba entrecomillamos un “menciona”, usado y no mencionado, porque lo que se hace en nuestro cuento es sustituir el relato de un chiste por algo que nos parece su mención, y las menciones se hacen, bien o mal, pero no se narran, bien o mal, como los chistes y por más que éstos puedan contener una mención o muchas. Sin embargo, si tomamos la palabra a los protagonistas de nuestro chiste, los números que se cantan unos a otros son narraciones sujetas a un arte más o menos desarrollado. Más simplemente, para empezar convendrá ir encadenando adecuadamente unos chistes con otros según sea el turno de cada uno de los chistosos concurrentes.
Pero, ¿podríamos cifrar expresiones como “el chiste que contaste antes” o “el chiste que contó tu primo”? No podríamos dar su número porque eso sería contar el chiste otra vez. De hecho, nuestro chiste contenedor sería una galería de chistes que obligaría a contar mal un posiblemente buen chiste. Además alusiones y menciones serían de vez en cuando más largas que los propios relatos (al menos para números bajos).
No nos andaremos tampoco con prosodias. Imaginemos el caso de un chistoso que suelta un doscientos cincuenta… para, según lo que compruebe del efecto que ha causado, añadirle un “ … y siete”, o un “mil ochocientas sesenta…”. El chistoso incompetente podría remitirse a un chiste siempre más lejano, amparado en que a ese lejano chiste le convendrá el ser contado con dudosa gracia en su primera y ya exagerada parte. Remitimos al lector al inacabable chiste del premio de fin de curso que amenizó tantas transiciones de la infancia a la pubertad y le animamos a que le busque un número adecuado, a él y a todas sus extensiones, aquéllas que se producían según el alumno se iba matriculando en postgrados, doctorados y oposiciones de variado matiz y pelaje.
En fin, las complicaciones crecerían, pero lo dejamos aquí, no sin prometer que la investigación continuará.
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