Todas sus dudas conspiraban a favor de la inacción permanente. La inacción vergonzante que engendra dudas que conspirarán junto a las otras. Hubo quien sospechó que alguna derrota inesperada no le procuró sino una satisfacción íntima, suicida y dulce. Es el ocio de la vida retirada el arma que trajo a la batalla, dicen de él. Pero todo esto corresponde a un estado de equilibrio que se altera radicalmente con más facilidad de la previsible, ciclotímicamente, que tiene siete sílabas. La situación alternativa, que se da repentinamente como reverso de la inacción, es la de la acción dispersa y numerosa que ni siquiera genera caos (ni una cosecha de sangre propiciada por un loco). Sólo resulta en la propia desgracia entre el silencioso contento de los lugartenientes, que no sostienen y se entretienen en enmendar.
La razón se evapora y pierde pies y manos. Razón es ahora el discurso de alguien que se ha refugiado en la frustración, que perdió esa llave de cristal que le facilitaba el éxito y la sonrisa mimetizada especialidad de la jauría.
Corta las cuerdas que le atan y le mueven y se refugia en alguna taberna donde aborrecerá el dominó y su propia lentitud de reflejos. Seguirá enamorado de sus palabras pero ahora las verá vacías. Sus pies de barro son bibelots del lugarteniente eterno depositario del recuerdo de quien puede volver, de quien en realidad dilatará por siempre su regreso porque eso asegura su infalibilidad y la majestad de sus representaciones.
Su estrategia fue la de una virgen que decidió no transigir, pero acabó viendo cómo el mundo podía ignorarle sin mayor reparo. Sus memorias son páginas pobladas por perplejidades. Todo pudo haber sido tan distinto, mas qué importa.
(No sabemos si despierta de un sueño.)
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