Lee el escrito (con peaje o sin peaje en Almendrón) del historiador Juan Sisinio Pérez Garzón en el diario El país. Se frota, según refieren, los ojos, aunque los cronistas pueden disentir a la hora de recoger o expresar reacciones más bien primarias. Cada párrafo supera al anterior. El infinito existe. Sólo se trata de seguir leyendo o de urgirle a don Juan Sisinio a que siga escribiendo.
La tesis más poderosa de las presentadas, si bien implícita, es que España es irrompible. Ni importa que “toda historia esté llena de contingencias” (extremo que por cierto se conocería públicamente gracias a que “los historiadores podríamos apoyarlo [“el valor de las soluciones federales”, cree entender nuestro lector] con una pedagogía de la pluralidad …”), ni que exista el derecho a la diferencia (“tanto entre individuos como entre colectivos sociales”). La mutabilidad perfecta, la del todo fluye a través de Heráclito, no impide postular la existencia de dos géneros de entidades más bien peculiares. Primero, las entidades únicas en su especie, pero inmutables por incapaces de diferenciarse de sí mismas, en su ser, en sus accidentes y en sus concomitancias, así caigan meteoritos a mansalva, y que son los sujetos de los derechos a la diferencia colectiva. Después, en segundo lugar, tenemos las entidades de género elástico que pueden ser cualquier cosa y sobre todo seguirán siendo lo que son, así que se les cambie cualquier cosa, esto es, a decir verdad, no son más que un nombre, no existen.
Porque si algo puede ser cualquier cosa, lo único que registramos es una conducta, la emisión de un flatus vocis, que, por otra parte, más bien tiende a evitarse y que es una emisión de fines tranquilizadores o aplacadores según la audiencia.
Los cronistas venían registrando también la perplejidad del lector ante el gremio de los historiadores que se entretienen en la filosofía. Lo que les tentaba no eran las amenidades y dulzuras del postmodernismo, sino más aún poder decir cualquier cosa, al modo de los filósofos, porque el modo de los filósofos es la mimesis rococó (le vino a las mentes el belletrismo de la filosofía contemporánea que entretenía sus ocios cuando no optaba por los juegos de naipes), pero no el cuchillo del carnicero de Platón.
Por su parte, el lector anotó el descubrimiento de la España migmática, pero lo borró en seguida. No era que de ahí pudiera salir cualquier cosa. Se puso lógico entonces. Teníamos la categoría universal a la que todo conviene. La variable de las variables, el trazo que lo es todo porque no es trazo y la tinta es simpática, al que las perfecciones se le derraman porque nada se le puede negar. España aguanta carros y carretas en su contingencia de perfecta plastilina. Ateo, concluyó que si España es cualquier cosa, España no existe porque no hay cosas tales que puedan ser cualquier cosa. No consta ninguna conclusión en torno a la inconsecuencia de tantos federales y confederados que mantienen España, que tienen a España mantenida. Se alejó pensando que silbaba Yankee Doodle, pero era Dixie (dixit).
La tesis más poderosa de las presentadas, si bien implícita, es que España es irrompible. Ni importa que “toda historia esté llena de contingencias” (extremo que por cierto se conocería públicamente gracias a que “los historiadores podríamos apoyarlo [“el valor de las soluciones federales”, cree entender nuestro lector] con una pedagogía de la pluralidad …”), ni que exista el derecho a la diferencia (“tanto entre individuos como entre colectivos sociales”). La mutabilidad perfecta, la del todo fluye a través de Heráclito, no impide postular la existencia de dos géneros de entidades más bien peculiares. Primero, las entidades únicas en su especie, pero inmutables por incapaces de diferenciarse de sí mismas, en su ser, en sus accidentes y en sus concomitancias, así caigan meteoritos a mansalva, y que son los sujetos de los derechos a la diferencia colectiva. Después, en segundo lugar, tenemos las entidades de género elástico que pueden ser cualquier cosa y sobre todo seguirán siendo lo que son, así que se les cambie cualquier cosa, esto es, a decir verdad, no son más que un nombre, no existen.
Porque si algo puede ser cualquier cosa, lo único que registramos es una conducta, la emisión de un flatus vocis, que, por otra parte, más bien tiende a evitarse y que es una emisión de fines tranquilizadores o aplacadores según la audiencia.
Los cronistas venían registrando también la perplejidad del lector ante el gremio de los historiadores que se entretienen en la filosofía. Lo que les tentaba no eran las amenidades y dulzuras del postmodernismo, sino más aún poder decir cualquier cosa, al modo de los filósofos, porque el modo de los filósofos es la mimesis rococó (le vino a las mentes el belletrismo de la filosofía contemporánea que entretenía sus ocios cuando no optaba por los juegos de naipes), pero no el cuchillo del carnicero de Platón.
Por su parte, el lector anotó el descubrimiento de la España migmática, pero lo borró en seguida. No era que de ahí pudiera salir cualquier cosa. Se puso lógico entonces. Teníamos la categoría universal a la que todo conviene. La variable de las variables, el trazo que lo es todo porque no es trazo y la tinta es simpática, al que las perfecciones se le derraman porque nada se le puede negar. España aguanta carros y carretas en su contingencia de perfecta plastilina. Ateo, concluyó que si España es cualquier cosa, España no existe porque no hay cosas tales que puedan ser cualquier cosa. No consta ninguna conclusión en torno a la inconsecuencia de tantos federales y confederados que mantienen España, que tienen a España mantenida. Se alejó pensando que silbaba Yankee Doodle, pero era Dixie (dixit).
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