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jueves, enero 26, 2006

A.G.A.

Aquel café que tomó en la sala orientada al sur. Aquel invierno tal vez del ochenta o del mero setenta y nueve. La época -esto es, los nuevos profesores- había traído un aire amable a un lugar que se le seguía pintando lleno de amenazas y de algo parecido al trato desconsiderado, por decirlo con prudencia. Ya se sabe, no sois nada más que una amenaza, pero esa amenaza es sólo el reflejo de mis malos momentos y mis malas memorias, habría dicho cualquiera de los anteriores responsables.
Había vuelto a aquel lugar y no recuerda muy bien por qué y no convendrá, por otra parte, extenderse en hipótesis que sólo falsificarán la memoria de una circunstancia aquí irrelevante; pero sí habrá que anotar el hecho de que había sido invitado por A. Digamos que ese dato es seguro y es el dato clave: de un plumazo A. barría décadas de atavismos hechas pedazos. Y añadiremos que fue la naturalidad de la invitación lo que convirtió un aula brumosa en una sala civilizada. Por alguna razón, las gentes del New Deal no parecían sujetas a la única obligación que había presidido aquella institución: humillar o bordear la humillación, sufrirla o contemplarla; de ese miedo nos habían hecho.
En el antedespacho orientado al oeste, sobre una estantería o en la repisa quizá de una chimenea, dos volúmenes que llamaron su atención. La generosidad es decir “toma, llévatelos”, sin mayor encuesta, sin nube de intercambio alguno. A. estaba más cerca de su interlocutor que éste de él, una virtud que resume tantas otras: la fortaleza es la confianza en el corazón humano. Esto sucedió pongamos que catorce años más tarde, allá por el noventa y algo.
Sabe que esas dos anécdotas son categoría y desearía aprender una lección inmejorable, pero hoy se queda con esos dos relatos que pretenden ajustarse al estilo mínimo de la esencia.
Pero la lección permanece. Ahora concluye con algo que ya sabía. No era sólo que los tiempos habían cambiado algunos lugares, el instituto, el palacete, o que algunas personas no eran como las de antes. Lo que se prueba es que A. era definitivamente bueno. Con la bondad que convierte el menor trámite o el más accidental encuentro en un modelo de amistad y cortesía, un lugar y un día que uno siempre podrá recordar si quiere recordar a un hombre.

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