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martes, enero 10, 2006

The Manchurian Candidate

Noam Chomsky ha recibido, entre las muchas, abundantes críticas que subrayan aspectos paradójicos o contradictorios de su empresa: argumentos que destacan la contradicción que se da entre el programa explícito de su lingüística y su teoría del lenguaje y la supuestamente verdadera naturaleza de éstas. Un caso típico de esta crítica la habrá encontrado el lector en el ensayo a propósito que George Steiner incluyó hace ya tanto en Extraterritorial.
Steiner se apoya en una reseña de Yorick (of most excellent talent) Wilks, no demasiado bien referenciada por aquél (se va a andar un Premio Príncipe de Asturias con pijadas). El caso viene a ser que Chomsky opone, en la lectura steineriana, un mecanicismo a otro, que fue ése de Skinner y sus entretenidas ratas.
Wilks quizá más técnicamente, Steiner más papiroflécticamente (se puede leer en la cama con el libro tó torcido), parecen descubrir una continuidad en lo que quiso ser una revolución. Puede sospecharse, no obstante, que el planteamiento no se da a la escala adecuada, pero aun así es posible que la distancia entre Chomsky y la lingüística anterior no se dibuje donde se piensa que se da.
Todo lo anterior es otra historia, salvo en un punto que es el siguiente: al psicologizar el lenguaje del lingüista, uno tiene la impresión de que hablar consiste, más o menos, en que uno se propone decir algo, deja entonces a un módulo especializado la tarea de montar la frase y, acabado el trabajo, este módulo da sus resultados y otra instancia toma el control.
Naturalmente, todo esto es más que una simpleza, es una falsedad, pero el problema es que sean los lingüistas los que se crean sus metáforas. Que se las crea el público es irrelevante.
El argumento de The Manchurian Candidate (Condon, Frankenheimer, Demme) nos habla de un procedimiento de toma de control, pero de la conducta de un sujeto. Nada, ningún componente, en él es separable cuando se encamina hacia la comisión de una nueva felonía o cuando vuelve del trabajo. En ese sentido, apenas la memoria permite a Raymond Shaw el regreso hacia una multiplicidad, la constatación del apoderamiento: el vacío se rellena de un modo que refuta a toda la psicología de la Academia de Ciencias de la URSS, lo que no está mal y tampoco es difícil, pese a toda la mitología al respecto (1).
Quizá lo que cambia entre los cincuenta y después es un nuevo despiezamiento del sujeto. El mecanismo de la gramática chomskiana es ajeno a las operaciones retóricas o a la conducta lingüística. Richard Condon se interesaba por lo que podría llegar a hacer alguien, cualquiera. Chomsky no habla de lo que hace nadie, sino de los mecanismos a los que estamos sujetos, a los que están sujetas, desde dentro, nuestras acciones, mecanismos que no nos limitan, sino que son la garantía de potencias tan sublimes como la creatividad. Mejor, para evitar la logorrea humanista y decir la verdad de las cosas (como diría un amigo del otro, de what there is): ese mecanismo sustituye a las acciones de los sujetos, la sintaxis ya no requiere la presencia de gentes que hablen.
Y esto es seguramente tan así, que el otro Chomsky, más conocido y más leído, no puede sino seguir hablando de aquellos asuntos, de los individuos controlados y de los discursos atados en corto. Es una suerte de irónico mecanismo de compensación. Ahora bien, nadie sabe lo que puede un mecanismo, porque los mecanismos, como se sabe, han acabado por descubrirse poco mecanicos e imprevisibles, y un hasta impulsivos.
Por lo que hace a la cuestión de fondo, ha de recomendarse el estudio de los diálogos entre los personajes que interpretan Sinatra y Janet Leigh en la versión de 1962, o su lectura en la novela. Literalmente, no se ha sabido nunca si se trataba de un prometedor ejemplo de uso creativo del lenguaje o una pautada ceremonia estímulo-reacción celebrada quizá por la psicóloga que no es y que el público pide a gritos que asesore a La Voz o quizá por una agente comunista (que, por cierto, seguiría durmiente al final de la película, interpretación ésta a lo Invasion of the Body Snatchers con el cambio de género que supone. Se deja al lector considerar bajo esta perspectiva el final de Master and Commander y el hecho de que los transgénicos de la película de Siegel y el relato de Finney (y de sus secuelas vegetativas) no fueran sino iPods(2)).
(1) Sin olvidar a los chinos, que acuñaron la expresión "lavado de cerebro", la cual expresión nos abstenemos de transcribir (no es "nao lin piao"): ni vamos a consultar el histórico de las publicaciones y protocolos del partido, ni vamos a abandonar la hipótesis de que el lavado acababa siendo a palo limpio si lo aconsejaban las circunstancias o las inercias ("Cien años atrás, la voz del liberalismo británico describía el hombre chino como «una raza inferior de los dóciles orientales»", Noam Chomsky, Proceso contra Skinner).
(2) Este final es esperanzador para vainas y vampiros; la esperanza no es exclusivamente humana. La retórica con la que concluye Steiner es del todo similar: "A mi criterio, el hombre es un animal más extraño y diverso de lo que piensa Chomsky. Y la torre de Nimrod [sic] todavía está en ruinas." O sea, que decimos que Chomsky cree que nos tiene controlados, pero resulta que nos hemos fugado. ¡Vaya vaina!

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