La ciudad alterna históricamente entre dos apariencias o dos fases, la de la mezcla y la de la pluralidad disjunta. Ayer vi a un afilador en la Cava de San Miguel. Hay dos clases de afiladores ambulantes, los que van con moto y los que sólo tienen una bicicleta. El que yo vi pedaleaba a favor del desarrollo debido mientras daba palique a la clienta sin que sus comentarios parecieran hacerle mella.
Se antoja un sentido a la escena en ese escenario y es el de la pluralidad disjunta: el afilador cerca de la Plaza Mayor y no, por ejemplo, en Sor Ángela de la Cruz. Consonaría para algunos, dentro de las imágenes de otras épocas o con el portero trabucaire o trabucolari de Las Cuevas de Luis Candelas. Eso sí, como una realidad de esta época que no lo parece. Se diría que la ciudad ofrece una realidad que deja en ciertas reservas a fósiles que, por su propia decisión, no saldrían de los contextos en que se les espera, salvo en ocasiones singulares.
Sin embargo, de esto no se sigue que sea cierto nuestro planteamiento del comienzo. El poder es la capacidad de estar en cualquier sitio. Ciertas cosas están por todos los lados; algunas se ven reducidas a contados y bien definidos lugares. Se diría entonces que lo mezclado (en el sentido peculiar que aquí damos a la mezcla) es lo que posee algún poder en una determinada época. La pluralidad disjunta es otro nombre de la estratificación, de la diferencia, de la explotación. La ciudad y los hijos de todas sus penas. A cada uno su parte y su bendición.
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