Que en ciertos lugares del mundo los nacionalismos hayan abandonado los argumentos de la sangre, que permitan a los hijos de los metecos (por llamarlos con suavidad inusitada) convertirse en hijos de la nación, no es un rasgo de menor barbarie, no es un triunfo de la memética (a través de la escuela, los campamentos juveniles y otras catequesis no siempre televisivas) que es pura ideología frente a una genética anterior y absurda y que carga con el descrédito nazi; pese a los intentos de reedificarla sobre (pongámonos finos) el eje diastrático y no sobre el árbol raciológico, aunque eje y árbol acaben siendo uno y el mismo plumero.
Se trata de que el control social y la ocupación del poder por un grupo es sólo posible mediante la integración representada en la comunidad fantasmagórica de la nación. La única manera de ganar la batalla. Esclavos felices.
En esa línea, las tácticas del nacionalismo no olvidan nunca el objetivo de mantener una apariencia de mayor bondad, eficacia, competencia. Diferencial, claro.
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