Me señala Mari Cruz Gutiérrez la escandalosa desaparición de las arenas movedizas. Pobladas es de suponer por los huesos de los absortos caminantes y pobladoras un tiempo de toda película y toda aventura pues todo camino tenía un patinillo de tales arenas por estación, siempre en el mismo lugar pero siempre inesperado.
Ls arenas movedizas, las inencontrables arenas movedizas. No podemos ser Arquímedes que en pelota gritemos que las hemos encontrado. Ignoramos si la ficción hidróstatica ha parido episodios de arenas movedizas que expulsen cadáveres hinchados o con la cintura estrecha de un reloj de arena, ya sea para que un Tom y un Huck los encuentren o teman encontrarlos.
En el coche no nos hemos topado con arenas movedizas ni con sal derramada. Con aprensión he colocado el CD de Nino Bravo en el lugar adecuado. En la guantera estaba el CD de Nino Bravo y creo que también, junto a la documentación y una bombilla de repuesto, otras memorias movedizas.
Cuando se cantan canciones de Nino Bravo, la memoria de la Laguna Negra expulsa al fantasma de Emilio Romero. Qué le vamos a hacer. Con mi voz de bajo le quito a la mandarina de la afinación un gajo (encuentre el lector el origen de la rima bajo y gajo, camino de Pénjamo) y pienso en los duos de muerto y mortal con que los ingenieros de sonido entretienen sus ocios y los horteras de las discográficas dan su ultimátum a la Tierra. Algunos emilioromeros del presente han glosado afalta de mejor ocupación la inmortalidad que el registro o grabación procuran. Yo, no menos pueblo, sospecho que la cosmogonía de Frank J. Tipler, su postulación de la inmortalidad del alma como software de las estrellas, se le vino a las mientes cuando escuchaba, qué sé yo, a la difunta Bianca Castafiore (inmortal, nevertheless) cantando junto a Celine Dion algún horror compartido. No somos nada.
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