Circula desde hace unos días un manifiesto de mujeres vascas a favor de la paz, mujeres, al parecer, de todos los partidos salvo el PP. El texto se encuentra en varios lugares, éste entre otros.
De momento, y sin entrar en otros análisis quizá innecesarios, lamentamos ante ésta, y aún más ante otras iniciativas muy meritorias, que la lucha de estas mujeres no haya conseguido en lo que llevamos grandes éxitos en la batalla contra la cárcel del lenguaje. Como no se ha demostrado todavía que la militancia femenina transversal (utilicemos la carcelaria germanía) sea esclava necesaria de un verbo insufrible, sólo debemos esperar a que se supere este estadio. Y si esta misma causa de las mujeres (aquí supuesta, pero pregonada en el manifiesto mismo) arrastra sombras ideológicas de las que deba librarse, debemos confiar igualmente en que lo haga. En cualquier caso, como dijo un veneciano famoso (1), mujeres hay muchas y las firmas se contabilizan por las que no están para que se piense que están todas las demás.
Por otro lado, es también posible que otras causas instrumentalicen todo aquello que toquen, incluido el feminismo, o ni siquiera éste, sino el lenguaje del feminismo. Ante peligros de este tipo algunos andarán prestos a vocear que confían en que las madres de la patria, o de toda la humanidad, no sean también militantes de un partido, activistas por una causa, etc. Nosotros modestamente (pero con orgullo) somos tan feministas como para vindicar (y conste que tenemos la batalla ganada) el carácter partidario y partidista, parcial, interesado –y, como el ser, el interés se dice de muchas maneras y lo hay de muchas clases- de cualquier ciudadana y de tantas de sus acciones. Por cierto que el lenguaje, cuando sólo es lenguaje siempre tiene algo de pseudo, pseudofeminista, pseudosocialista, pseudoliberal, pseudal y protopseudal. No obstante, el lenguaje nunca es sólo lenguaje solo, pero se suele seguir siendo pseudo.
Afortunadamente, la versión en euskera del manifiesto ofenderá menos oídos que la que se ha difundido en castellano o español. Y aunque aquélla fuera lengua propia del jardín paraíso, acéptese la redundancia, ninguna de las dos lo ha de ser de un infierno alicatado hasta el techo de intenciones tan buenas como las declaradas. Como, por nuestro lado, no nos mueve otro propósito que separar lo malo de lo peor, vamos a denunciar un non sequitur habitual, el del invasor ultracuerpo diálogo que también se ha colado en el manifiesto. Pues leemos: "nuestra única intención es dar un impulso a la situación actual e intentar ayudar en la búsqueda de soluciones aseverando que el diálogo sin prejuicios y sin condiciones es un buen punto de partida como lo es el respeto a los derechos de todas las personas".
¿Y si uno modestamente desconfía del diálogo? Por ejemplo, si uno asevera que el diálogo no sirve para nada, o si no llega a aseverarlo y está dispuesto a dialogar con quienes sí aseveran que el diálogo es un buen punto, etc., aunque sospeche que bien puede ser que no. Y si uno cree estar dialogando en el cielo, y al despertar tiene las actas de la reunión en la mano, ¿entonces qué?, decía Coleridge. Las actas rara vez lo son de un diálogo y las levanta el secretario, habría que decirle al teólogo cum laudano, pero no por entrar en diálogo con él.
Si lo que llamamos diálogo soluciona un problema, pues muy bien. Pero si no lo soluciona, y no está claro que siempre solucione todo lo que se le eche, y si más claro está lo que ya está solucionado, es posible, por decirlo de algún modo, que no sea culpa de nadie, salvo por ingenuidad. Y si lo soluciona, es también posible que lo haya hecho no por diálogo sino porque la palabra no es ajena al poder: el adjetivo "versallesco" en su uso habitual y en el que tuviera en un Keynes.
En efecto, no pondríamos tanto el acento en el coste de un ilusorio diálogo. Gastemos las salvas que se quiera. Lo que no puede aceptarse es esa consecuencia de la ideología buenista (que tanto esconde) según la cual el fracaso es responsabilidad de los escépticos. No puede aceptarse el negar las propias imposiciones ("las premisas que planteamos"),que se ven como propias no ya de un estado de naturaleza, sino como definidoras del paraíso, con sus ríos de sintaxis y de miel. Como quien dijera, si quieres la paz, a mí no me toques ni un pelo.
De momento, y sin entrar en otros análisis quizá innecesarios, lamentamos ante ésta, y aún más ante otras iniciativas muy meritorias, que la lucha de estas mujeres no haya conseguido en lo que llevamos grandes éxitos en la batalla contra la cárcel del lenguaje. Como no se ha demostrado todavía que la militancia femenina transversal (utilicemos la carcelaria germanía) sea esclava necesaria de un verbo insufrible, sólo debemos esperar a que se supere este estadio. Y si esta misma causa de las mujeres (aquí supuesta, pero pregonada en el manifiesto mismo) arrastra sombras ideológicas de las que deba librarse, debemos confiar igualmente en que lo haga. En cualquier caso, como dijo un veneciano famoso (1), mujeres hay muchas y las firmas se contabilizan por las que no están para que se piense que están todas las demás.
Por otro lado, es también posible que otras causas instrumentalicen todo aquello que toquen, incluido el feminismo, o ni siquiera éste, sino el lenguaje del feminismo. Ante peligros de este tipo algunos andarán prestos a vocear que confían en que las madres de la patria, o de toda la humanidad, no sean también militantes de un partido, activistas por una causa, etc. Nosotros modestamente (pero con orgullo) somos tan feministas como para vindicar (y conste que tenemos la batalla ganada) el carácter partidario y partidista, parcial, interesado –y, como el ser, el interés se dice de muchas maneras y lo hay de muchas clases- de cualquier ciudadana y de tantas de sus acciones. Por cierto que el lenguaje, cuando sólo es lenguaje siempre tiene algo de pseudo, pseudofeminista, pseudosocialista, pseudoliberal, pseudal y protopseudal. No obstante, el lenguaje nunca es sólo lenguaje solo, pero se suele seguir siendo pseudo.
Afortunadamente, la versión en euskera del manifiesto ofenderá menos oídos que la que se ha difundido en castellano o español. Y aunque aquélla fuera lengua propia del jardín paraíso, acéptese la redundancia, ninguna de las dos lo ha de ser de un infierno alicatado hasta el techo de intenciones tan buenas como las declaradas. Como, por nuestro lado, no nos mueve otro propósito que separar lo malo de lo peor, vamos a denunciar un non sequitur habitual, el del invasor ultracuerpo diálogo que también se ha colado en el manifiesto. Pues leemos: "nuestra única intención es dar un impulso a la situación actual e intentar ayudar en la búsqueda de soluciones aseverando que el diálogo sin prejuicios y sin condiciones es un buen punto de partida como lo es el respeto a los derechos de todas las personas".
¿Y si uno modestamente desconfía del diálogo? Por ejemplo, si uno asevera que el diálogo no sirve para nada, o si no llega a aseverarlo y está dispuesto a dialogar con quienes sí aseveran que el diálogo es un buen punto, etc., aunque sospeche que bien puede ser que no. Y si uno cree estar dialogando en el cielo, y al despertar tiene las actas de la reunión en la mano, ¿entonces qué?, decía Coleridge. Las actas rara vez lo son de un diálogo y las levanta el secretario, habría que decirle al teólogo cum laudano, pero no por entrar en diálogo con él.
Si lo que llamamos diálogo soluciona un problema, pues muy bien. Pero si no lo soluciona, y no está claro que siempre solucione todo lo que se le eche, y si más claro está lo que ya está solucionado, es posible, por decirlo de algún modo, que no sea culpa de nadie, salvo por ingenuidad. Y si lo soluciona, es también posible que lo haya hecho no por diálogo sino porque la palabra no es ajena al poder: el adjetivo "versallesco" en su uso habitual y en el que tuviera en un Keynes.
En efecto, no pondríamos tanto el acento en el coste de un ilusorio diálogo. Gastemos las salvas que se quiera. Lo que no puede aceptarse es esa consecuencia de la ideología buenista (que tanto esconde) según la cual el fracaso es responsabilidad de los escépticos. No puede aceptarse el negar las propias imposiciones ("las premisas que planteamos"),que se ven como propias no ya de un estado de naturaleza, sino como definidoras del paraíso, con sus ríos de sintaxis y de miel. Como quien dijera, si quieres la paz, a mí no me toques ni un pelo.
(1) Terence Hill.
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