-Volví al cabo de veintinueve años casi exactos. Yo había practicado la espeleología antes de los veinte años, aunque sin involucrarme demasiado. Cuando marché fuera a estudiar, lo dejé. Lo dejé, puedo decir, sin haber llegado a ser un verdadero espeleólogo. Era más bien un compañero al que los otros tenían que llevar a remolque, pero eso no es importante. Así que entré a la cueva casi treinta años después de haber salido. Les confieso que de vez en cuando, durante todos esos años de mi juventud, los de mi edad adulta hasta, en fin, este momento, he rememorado, he visitado la cueva, la más renombrada de la provincia, con la imaginación. Suponía desde luego que algo la habría transformado en mi memoria, pero algunas estancias, algunos detalles incluso me parecían inamovibles, intocables de tan presentes y tan vivos.
Las tardes anteriores, nuestro amigo había permanecido callado, esfinge, quién sabe si escuchando, o con la atención disipada o concentrada en un punto lejano al que no podríamos acceder nunca. Pero ese día, a la caída de la tarde, cuando ya nos costaba vernos las caras, cuando no veíamos más que una nube parda a nuestro alrededor, rota tan sólo por alguna de las pobres luces que nuestro anfitrión comenzaba a encender tan despacio como podía, ese día, aprovechó un silencio de apenas segundos para comenzar el que sería uno de sus monólogos, que sólo Eugenio y yo mismo nos atrevíamos a contrapuntear con alguna pregunta o comentario, angustiados ante lo que parecía un colapso definitivo en su discurso o presurosos cuando entendíamos que precisamente esperaba nuestra intervención para reanudar –no sin antes aprobar o desaprobar sutil, tácitamente nuestra pertinencia o nuestra oportunidad– su narración.
-Básicamente, no reconocí nada. Había oído que unas obras en la carretera que bordea el monte habían destruido una parte de la cueva. Por un momento, pensé incluso que había utilizado, sin quererlo, una entrada alternativa, no la clásica, no la verdadera, la que detrás de unos arbustos solían tardar en descubrir los excursionistas de aquella época de la que siempre acabo hablando. Minutos más tarde, ya en el interior, me tranquilizó el descubrir algún detalle (dos columnas gemelas, una estalactita inconfundible, una gatera...) que, debo confesar, me devolvía una extraordinaria sensación de familiaridad.
-La memoria, ya se sabe, su fenomenología irregular, sus vecindades misteriosas.
-No, verán ustedes, tras la visita, al salir a la luz del día, pensaba que había estado no en mi cueva, no en la que me había propuesto revisitar esa mañana de domingo, sino en alguna aledaña. Es fama que todas aquella zona está horadada de cuevas cuya intercomunicación no espera sino ser descubierta y cartografiada.
-Cierto, seguramente después de dejar el coche en la carretera, cogería usted una senda que le desviaría hacia otro paraje y dio con otra cueva o con otra entrada.
-Sí, ya les digo que eso pensé yo, pero después, ya en mi casa, me di cuenta de mi error. No podía haber visitado mi cueva. Había tomado otra carretera, casi diametralmente opuesta. Estuve en otro valle, a más de 100 Km. de donde quería estar. No confundí la cueva, o la entrada de la cueva. Me confundí, para decirlo a lo grande pero verdaderamente, de sistema montañoso. Ya ven ustedes cómo trabaja la memoria, pues no fue un error causado por el olvido. Fue una consciencia clara la que me llevó por esa carretera, que de hecho no he frecuentado nunca y que apenas conocía, como si hubiera reconstruido otra historia u otro lugar para una historia que no sabré si es otra o la misma. No hay documentos, no hay reliquias. No podemos distinguir las pocas huellas que el tiempo no ha borrado.
-Cambia usted de registro. Se pone metafísico, parece.
-Sabrán disculparme, pero he dado en pensar que éste es asunto platónico y de trascendencia. Un hombre sale de la caverna, pero comprende que tiene que volver a ella.
-O estar entrando y saliendo, en parábola de la dialéctica entre ser y apariencia.
-Como quiera, pero imagine que no vuelve a la misma cueva. No porque ya sea otro, o porque nadie entra dos veces en la misma cueva, lo que no deja de ser una trivialidad. Simplemente hay más de una y se equivoca al volver.
-¿Y si se decide a volver a salir, y ahora es a otra realidad igualmente luminosa, pero distinta?
- Se están poniendo ustedes dos cosmológicos más que metafísicos. Acabarán por hablar de universos burbuja y cosas así.
- Yo podría pensar en que nadie nos garantiza la identidad del todo. En términos técnicos, que la intersección entre la idea de todo y la de identidad es vacía, que se cruzan pero no se cortan. Sin embargo, prefiero ser más clásico.
-¿O más romántico?
- Simplemente, les diré que mi salida de la cueva se produjo, si estoy en lo cierto, en el momento en que distinguí, en que separé la cueva de mi juventud y el agujero que visité hace tres meses. Pero al hablar así, y aun sujeto a error –como no podía ser de otro modo– estoy dibujando los contornos de una nueva cueva de la que no acabamos de salir, un laberinto invisible, a ratos con espejos y a ratos con vías muertas, jalonada de muñecos con sus muecas burlonas. Por ahí andamos. Seguramente, la realidad a lo que más se parece es a la casa de la risa. Let us get a ticket to ride.
Las tardes anteriores, nuestro amigo había permanecido callado, esfinge, quién sabe si escuchando, o con la atención disipada o concentrada en un punto lejano al que no podríamos acceder nunca. Pero ese día, a la caída de la tarde, cuando ya nos costaba vernos las caras, cuando no veíamos más que una nube parda a nuestro alrededor, rota tan sólo por alguna de las pobres luces que nuestro anfitrión comenzaba a encender tan despacio como podía, ese día, aprovechó un silencio de apenas segundos para comenzar el que sería uno de sus monólogos, que sólo Eugenio y yo mismo nos atrevíamos a contrapuntear con alguna pregunta o comentario, angustiados ante lo que parecía un colapso definitivo en su discurso o presurosos cuando entendíamos que precisamente esperaba nuestra intervención para reanudar –no sin antes aprobar o desaprobar sutil, tácitamente nuestra pertinencia o nuestra oportunidad– su narración.
-Básicamente, no reconocí nada. Había oído que unas obras en la carretera que bordea el monte habían destruido una parte de la cueva. Por un momento, pensé incluso que había utilizado, sin quererlo, una entrada alternativa, no la clásica, no la verdadera, la que detrás de unos arbustos solían tardar en descubrir los excursionistas de aquella época de la que siempre acabo hablando. Minutos más tarde, ya en el interior, me tranquilizó el descubrir algún detalle (dos columnas gemelas, una estalactita inconfundible, una gatera...) que, debo confesar, me devolvía una extraordinaria sensación de familiaridad.
-La memoria, ya se sabe, su fenomenología irregular, sus vecindades misteriosas.
-No, verán ustedes, tras la visita, al salir a la luz del día, pensaba que había estado no en mi cueva, no en la que me había propuesto revisitar esa mañana de domingo, sino en alguna aledaña. Es fama que todas aquella zona está horadada de cuevas cuya intercomunicación no espera sino ser descubierta y cartografiada.
-Cierto, seguramente después de dejar el coche en la carretera, cogería usted una senda que le desviaría hacia otro paraje y dio con otra cueva o con otra entrada.
-Sí, ya les digo que eso pensé yo, pero después, ya en mi casa, me di cuenta de mi error. No podía haber visitado mi cueva. Había tomado otra carretera, casi diametralmente opuesta. Estuve en otro valle, a más de 100 Km. de donde quería estar. No confundí la cueva, o la entrada de la cueva. Me confundí, para decirlo a lo grande pero verdaderamente, de sistema montañoso. Ya ven ustedes cómo trabaja la memoria, pues no fue un error causado por el olvido. Fue una consciencia clara la que me llevó por esa carretera, que de hecho no he frecuentado nunca y que apenas conocía, como si hubiera reconstruido otra historia u otro lugar para una historia que no sabré si es otra o la misma. No hay documentos, no hay reliquias. No podemos distinguir las pocas huellas que el tiempo no ha borrado.
-Cambia usted de registro. Se pone metafísico, parece.
-Sabrán disculparme, pero he dado en pensar que éste es asunto platónico y de trascendencia. Un hombre sale de la caverna, pero comprende que tiene que volver a ella.
-O estar entrando y saliendo, en parábola de la dialéctica entre ser y apariencia.
-Como quiera, pero imagine que no vuelve a la misma cueva. No porque ya sea otro, o porque nadie entra dos veces en la misma cueva, lo que no deja de ser una trivialidad. Simplemente hay más de una y se equivoca al volver.
-¿Y si se decide a volver a salir, y ahora es a otra realidad igualmente luminosa, pero distinta?
- Se están poniendo ustedes dos cosmológicos más que metafísicos. Acabarán por hablar de universos burbuja y cosas así.
- Yo podría pensar en que nadie nos garantiza la identidad del todo. En términos técnicos, que la intersección entre la idea de todo y la de identidad es vacía, que se cruzan pero no se cortan. Sin embargo, prefiero ser más clásico.
-¿O más romántico?
- Simplemente, les diré que mi salida de la cueva se produjo, si estoy en lo cierto, en el momento en que distinguí, en que separé la cueva de mi juventud y el agujero que visité hace tres meses. Pero al hablar así, y aun sujeto a error –como no podía ser de otro modo– estoy dibujando los contornos de una nueva cueva de la que no acabamos de salir, un laberinto invisible, a ratos con espejos y a ratos con vías muertas, jalonada de muñecos con sus muecas burlonas. Por ahí andamos. Seguramente, la realidad a lo que más se parece es a la casa de la risa. Let us get a ticket to ride.
1 comentario:
Sólo en el desierto, Pedro, pero leído por fieles y silenciosos lectores que -como flores nocturnas- no dicen ni pío ni mu.
Un faro en el desierto, Sí.
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