Actuar en defensa propia exigiría una identidad plena entre sujeto y beneficiario. Juan no puede actuar en defensa propia de su hija. ¿Podemos decir que Juan actúa en defensa propia de su familia? Si la hija y el padre actúan en defensa propia, los dos son activos y los dos se benefician de la defensa.
Sin embargo, los colectivos más borrosos y más vidriosos sí permiten o dejar deslizarse estas identificaciones que la palabra propio promueve. Queremos decir que no nos suena extraña en las traducciones, por ejemplo, la siguiente frase: “El terrorista suicida actuó en defensa propia”. Evidentemente, no, pero nos atreveríamos a sostener que en estos contextos estas expresiones resultan menos chocantes. La cuestión algo se parece a la que tratamos ayer en otro sitio, bien que sucinta y descuidadamente. Nos atreveríamos aquí a completar si mayor cuidado lo allí dicho con una doble hipótesis: En primer lugar, los contornos y la identidad misma del conjunto de referencia facilitan, en su vaguedad, la reflexividad expresa, presunta; el pueblo no es todos los individuos, ni uno o dos de ellos, aunque de cuando en cuando uno se tome como símbolo de todo él. Y en segundo lugar, pudiera ser que el pueblo fuera el actor o agente y el suicida, en consecuencia, un instrumento, y que esa diferente conceptualización se correspondiera con esquemas ideológicos más profundos y más profundamente asentados. Sería la diferencia entre (1) y (2):
(1) Nos golpeé.
(2) Mi pierna amputada nos golpeó a todos.
Ahora es el individuo entero el que es un instrumento (por el momento, nos olvidamos de la alienación de la extremidad inferior implícita en la segunda frase). Notemos que a propósito del último atentado, la expresión difundida al menos en nuestra lengua era “acto en defensa propia”. El actor que se defendía no era el suicida. Pero el suicida no era un individuo, una voluntad y una inteligencia aparte. La intención tampoco residiría en los sesos volatilizados. Pero, cuando vemos el vídeo del fanático horas antes de la explosión, vídeo que no es ciertamente póstumo, ¿podemos seguir manteniendo que los nuevos reclutas se convertirán en suicidas asesinos desde su propia humildad y no convencidos de su grandeza? ¿De una grandeza y dignidad que incluye, contradictoriamente, a su propio cuerpo, que es una cantidad despreciable cuando se justifica el hecho? Ese carácter contradictorio del sacrificio y del héroe que, por desgracia, no se detiene demasiado en estos asuntos se superpone a cualquier consideración más simple. La necesidad del cuerpo y de la materia que lo eterno muestra; la analogía, al fin, del agente y del acto con la impresión sensible, con la operación hecha con las manos, con las cosas que podían ser de otra manera. Algo tan significativo como es necio deducir de su propia atrocidad la justificación de un acto.
Sin embargo, los colectivos más borrosos y más vidriosos sí permiten o dejar deslizarse estas identificaciones que la palabra propio promueve. Queremos decir que no nos suena extraña en las traducciones, por ejemplo, la siguiente frase: “El terrorista suicida actuó en defensa propia”. Evidentemente, no, pero nos atreveríamos a sostener que en estos contextos estas expresiones resultan menos chocantes. La cuestión algo se parece a la que tratamos ayer en otro sitio, bien que sucinta y descuidadamente. Nos atreveríamos aquí a completar si mayor cuidado lo allí dicho con una doble hipótesis: En primer lugar, los contornos y la identidad misma del conjunto de referencia facilitan, en su vaguedad, la reflexividad expresa, presunta; el pueblo no es todos los individuos, ni uno o dos de ellos, aunque de cuando en cuando uno se tome como símbolo de todo él. Y en segundo lugar, pudiera ser que el pueblo fuera el actor o agente y el suicida, en consecuencia, un instrumento, y que esa diferente conceptualización se correspondiera con esquemas ideológicos más profundos y más profundamente asentados. Sería la diferencia entre (1) y (2):
(1) Nos golpeé.
(2) Mi pierna amputada nos golpeó a todos.
Ahora es el individuo entero el que es un instrumento (por el momento, nos olvidamos de la alienación de la extremidad inferior implícita en la segunda frase). Notemos que a propósito del último atentado, la expresión difundida al menos en nuestra lengua era “acto en defensa propia”. El actor que se defendía no era el suicida. Pero el suicida no era un individuo, una voluntad y una inteligencia aparte. La intención tampoco residiría en los sesos volatilizados. Pero, cuando vemos el vídeo del fanático horas antes de la explosión, vídeo que no es ciertamente póstumo, ¿podemos seguir manteniendo que los nuevos reclutas se convertirán en suicidas asesinos desde su propia humildad y no convencidos de su grandeza? ¿De una grandeza y dignidad que incluye, contradictoriamente, a su propio cuerpo, que es una cantidad despreciable cuando se justifica el hecho? Ese carácter contradictorio del sacrificio y del héroe que, por desgracia, no se detiene demasiado en estos asuntos se superpone a cualquier consideración más simple. La necesidad del cuerpo y de la materia que lo eterno muestra; la analogía, al fin, del agente y del acto con la impresión sensible, con la operación hecha con las manos, con las cosas que podían ser de otra manera. Algo tan significativo como es necio deducir de su propia atrocidad la justificación de un acto.
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