Muchas clases hay de operaciones imposibles y de pseudooperaciones: Desde las que sólo son una apariencia: 5 + * 8; hasta los experimentos mentales para los que hace falta más energía que para enfriar la mitad de siete universos. Y pasando por casos ya más cabales: la historia de aquél al que se le encomienda colocar un grano de arroz (o de trigo) sobre el primer escaque del tablero de ajedrez, dos sobre el segundo, cuatro sobre el tercero y así en la conocida progresión geométrica. El graneador no tiene otro remedio que escaquearse y es que la operación es imposible de varias imposibilidades, si bien no infinita. Lo interesante del caso es que la operación es perfectamente representable, como lo son las operaciones que llevan al cálculo inacabable de las infinitas cifras decimales de, por ejemplo, pi.
Estas operaciones imposibles (ya finitas y físicas, ya matemáticas: ¡oh, cielos, esta distinción es la de los sublimes kantianos, mutatis mutandis!) se construyen sobre una representación sencilla de la operación o serie de operaciones (su computabilidad a fin de cuentas) y con un límite que hace a nuestras capacidades como sujetos operantes y a nuestros medios y herramientas, o que hace a la naturaleza misma del resultado que se espera (y que se puede representar... de otro modo) de las operaciones, que a veces es como decir que se espera de nosotros.
Es también interesante comprobar cómo representación y operaciones dan lugar a verdades que no exigen la realización de éstas, sino sólo la representación de una parte de las mismas: las pruebas diagonales pueden interpretarse en ese sentido. En ocasiones también sucede que objetos con los que se opera de cierta manera nos hacen pensar en operaciones que son inaplicables, que son imposibles o ilegítimas y cuya sola consideración destruye aquel objeto: p.e., no podemos representar el punto mayor de un intervalo abierto en R: pensar que existe es destruir el concepto de partida.
Estas operaciones y apariencias de operaciones destructivas son habituales en todos los ámbitos. Incluso, pueden ser esenciales para una teoría. Por ejemplo, podemos pensar que nada en una gramática impide que la misma genere (verbo éste un sí es no es tramposo) oraciones de longitud infinita. Si A = "Juan cree ", 0 = "que vio al ratón", y 1 = "que vio al gato", el lector de carácter industrioso puede concluir lo debido sobre oraciones de tipo A1000110..., esto es, Ax^n, donde x =1,2 y n no está acotado. Naturalmente, esta gramática contiene (como todas las interesantes) oraciones inefables, física y matemáticamente, pero al llegar aquí la gramática ve cómo a su potencia empírica se une un elemento absolutamente fantástico y no del todo irrelevante: por ejemplo, el conjunto de las oraciones no es numerable. El lector recordará que por el estilo fueron algunas de las especulaciones de Langendoen y Postal.
El lingüista (que no es un matemático) trabaja, pues, con un objeto que contiene la semilla (arroz o trigo) de su propia destrucción.
Estas operaciones imposibles (ya finitas y físicas, ya matemáticas: ¡oh, cielos, esta distinción es la de los sublimes kantianos, mutatis mutandis!) se construyen sobre una representación sencilla de la operación o serie de operaciones (su computabilidad a fin de cuentas) y con un límite que hace a nuestras capacidades como sujetos operantes y a nuestros medios y herramientas, o que hace a la naturaleza misma del resultado que se espera (y que se puede representar... de otro modo) de las operaciones, que a veces es como decir que se espera de nosotros.
Es también interesante comprobar cómo representación y operaciones dan lugar a verdades que no exigen la realización de éstas, sino sólo la representación de una parte de las mismas: las pruebas diagonales pueden interpretarse en ese sentido. En ocasiones también sucede que objetos con los que se opera de cierta manera nos hacen pensar en operaciones que son inaplicables, que son imposibles o ilegítimas y cuya sola consideración destruye aquel objeto: p.e., no podemos representar el punto mayor de un intervalo abierto en R: pensar que existe es destruir el concepto de partida.
Estas operaciones y apariencias de operaciones destructivas son habituales en todos los ámbitos. Incluso, pueden ser esenciales para una teoría. Por ejemplo, podemos pensar que nada en una gramática impide que la misma genere (verbo éste un sí es no es tramposo) oraciones de longitud infinita. Si A = "Juan cree ", 0 = "que vio al ratón", y 1 = "que vio al gato", el lector de carácter industrioso puede concluir lo debido sobre oraciones de tipo A1000110..., esto es, Ax^n, donde x =1,2 y n no está acotado. Naturalmente, esta gramática contiene (como todas las interesantes) oraciones inefables, física y matemáticamente, pero al llegar aquí la gramática ve cómo a su potencia empírica se une un elemento absolutamente fantástico y no del todo irrelevante: por ejemplo, el conjunto de las oraciones no es numerable. El lector recordará que por el estilo fueron algunas de las especulaciones de Langendoen y Postal.
El lingüista (que no es un matemático) trabaja, pues, con un objeto que contiene la semilla (arroz o trigo) de su propia destrucción.
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