Como el asesino de masas que guarda sin destruirla la prueba de sus crímenes –y no entraremos ahora en las razones de este proceder que no es infrecuente en la ficción–, algunos delincuentes contemporáneos parecen menos interesados en la comisión del delito y la compensación directa que les procure que en la publicidad global del mismo.
Por más que ellos mismos proporcionen la prueba incriminatoria indudable, su objetivo no parece otro que el de protagonizar, pongamos por caso, una violación filmada y accesible libremente en Internet. Ahora bien, sucedería aquí que se actúa como si la máxima transparencia fuera la máxima opacidad. En este sentido, el exhibicionismo presente lo es sólo en apariencia, porque el sujeto ya no se exhibe: más bien se encuentra, fruto de su propia construcción en la representación videográfica, pero pretende hacerlo en un mundo alternativo que no deja ninguna responsabilidad personal para éste. Pretende que su acción ya no es de este mundo.
Tal cosa se correspondería con una igualación de realidad factual y ficción, porque la idea de mundo posible y la consiguiente metafísica lo que hace es desdibujar la idea de verdad. O mejor, se correspondería con una relativización de lo real, que no sería ya ni siquiera el primero entre pares: un avatar –si se nos permite la broma– de la idea de los mundos posibles puesta al alcance de las clases populares y también del lumpen.
Tal vez paradójicamente, nuestro tiempo es también el que mejor recompensa una inversión que siempre ha sido muy rentable: la calumnia. Parecería que con la calumnia opera la superstición según la cual, ella no puede por menos que ser efecto de alguna verdad. Se olvida que para un relato verdadero puede haber infinitos relatos falsos. Que a un hecho verdadero le podamos enfrentar diez mil hechos falsos construidos con retales de apariencia similar.
Si se disculpa la trivialidad, el video que presenta o representa de modo realista individuos, cuerpos, interacciones entre humanos, el que verosímilmente es una filmación –y no sólo éste–, se concibe siempre como contraparte de una realidad filmada: puede ser ésta la de un mundo alternativo, pero el video se refiere siempre a algo exterior, ya sea lo filmado o lo fabricado virtualmente.
Como se sabe, la edición y el montaje nos puede llevar al relleno de las elipsis y a la construcción de una contraparte, de una realidad falsa (por no mencionar una realidad virtual) perfectamente falsa. Sin embargo, esto suele olvidarse y el resultado es que el video y su reproducción masiva han multiplicado la supuesta carga de verdad de toda representación. Desdibujada verdad, ya lo dijimos, pero que lleva a la conclusión de que ya no hay mentiras.
Quizá, por tanto, los delincuentes exhibicionistas piensen que tampoco hay verdades y que todo está permitido.
Por más que ellos mismos proporcionen la prueba incriminatoria indudable, su objetivo no parece otro que el de protagonizar, pongamos por caso, una violación filmada y accesible libremente en Internet. Ahora bien, sucedería aquí que se actúa como si la máxima transparencia fuera la máxima opacidad. En este sentido, el exhibicionismo presente lo es sólo en apariencia, porque el sujeto ya no se exhibe: más bien se encuentra, fruto de su propia construcción en la representación videográfica, pero pretende hacerlo en un mundo alternativo que no deja ninguna responsabilidad personal para éste. Pretende que su acción ya no es de este mundo.
Tal cosa se correspondería con una igualación de realidad factual y ficción, porque la idea de mundo posible y la consiguiente metafísica lo que hace es desdibujar la idea de verdad. O mejor, se correspondería con una relativización de lo real, que no sería ya ni siquiera el primero entre pares: un avatar –si se nos permite la broma– de la idea de los mundos posibles puesta al alcance de las clases populares y también del lumpen.
Tal vez paradójicamente, nuestro tiempo es también el que mejor recompensa una inversión que siempre ha sido muy rentable: la calumnia. Parecería que con la calumnia opera la superstición según la cual, ella no puede por menos que ser efecto de alguna verdad. Se olvida que para un relato verdadero puede haber infinitos relatos falsos. Que a un hecho verdadero le podamos enfrentar diez mil hechos falsos construidos con retales de apariencia similar.
Si se disculpa la trivialidad, el video que presenta o representa de modo realista individuos, cuerpos, interacciones entre humanos, el que verosímilmente es una filmación –y no sólo éste–, se concibe siempre como contraparte de una realidad filmada: puede ser ésta la de un mundo alternativo, pero el video se refiere siempre a algo exterior, ya sea lo filmado o lo fabricado virtualmente.
Como se sabe, la edición y el montaje nos puede llevar al relleno de las elipsis y a la construcción de una contraparte, de una realidad falsa (por no mencionar una realidad virtual) perfectamente falsa. Sin embargo, esto suele olvidarse y el resultado es que el video y su reproducción masiva han multiplicado la supuesta carga de verdad de toda representación. Desdibujada verdad, ya lo dijimos, pero que lleva a la conclusión de que ya no hay mentiras.
Quizá, por tanto, los delincuentes exhibicionistas piensen que tampoco hay verdades y que todo está permitido.
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