Llamo a R. por la mañana y está en Huesca. Luego, detrás del nutrido pelotón de fusilamiento reparo en La Leyenda del Rey Monje. Nos vamos a Huesca. Campanudo, está enfrente y casado con La rendición de Bailén.
Por la tarde visito la exposición de J. y A. y me paseo por ella como la bola de la ruleta entre los números rojos y los números negros. Su abuelo, al que mencionan, era probablemente de Huesca y cerramos círculos en las conversaciones y también en el metro.
Tan cerca y tan lejos, juego a no equivocarme distinguiendo los cuadros de un hermano y otro. A la entrada, dos cabezas de las respectivas manos nos resumen a uno y otro, y nos los resumen con el exhaustivo resumen de un símbolo.
En estos cuadros de Ángel Compairé -de Jaime cabría decir algo parecido- está Ángel Compairé, pero también hay una modulación que los diferencia de otra buena parte -y conocida- de su obra. O que no los diferencia, porque cada uno es un símbolo que contiene a todos los demás, sin que por eso cada nuevo cuadro deje de ser radicalmente un cuadro que no podemos resumir ni que pudimos prever, porque de eso se trata, de que el pintor nos muestre algo que antes no estaba.
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