J.M., colaborador ocasional de un periódico de provincias, estuvo a punto de conocer cuán fastidiosa y barroca puede ser la realidad. Resulta que hace un par de años, en una columna que agonizaba por ser graciosa, escribía a propósito de un personaje famoso, que sus títulos académicos, de los que éste presumía y aún presume –y pese a estos esfuerzos de J.M.– con énfasis de opositor tronado, “eran más falsos que los libros de un XXX”, donde el "XXX" que escribimos nosotros hace referencia a una franquicia de establecimientos de hostelería caracterizados por una decoración recargada a base de cachivaches fabricados en cartón piedra y que pretenden evocar ante el torturado cliente un establecimiento británico abierto a todos los públicos, establecimiento que, a su vez, pretende remedar a los lugares más exclusivos que habitan las clase pudientes de ese país tan notable. Entre los cacharros –maletas, fonógrafos, cartelería decimonónica– destacan falsas estanterías con falsos lomos de falsos libros. El caso es que a ello se refería a todas luces el esforzado J.M., pero he aquí que un juez le llamó a declarar en una causa abierta en relación con una red de falsificación de facturas y contabilidades varias. Al parecer, un periodista había confundido el inocente artículo de J.M. o, más bien, al J.M. del inocente artículo con otro J.M. autor de un libro sobre delitos financieros y “contabilidades reflejadas en falsos libros”. La pequeña bola –que quizá había nacido con una búsqueda en Internet–engordó lo suficiente de dossier periodístico en dossier periodístico como para que una de las partes del asunto del que se trata hiciera notar al juez de lo pertinente de la colaboración del experto.
No tardó mucho el juez en comprender que el J.M. que tenía delante no era el que decía el abogado más bien embolicador que lo había reclamado y le mandó marchar sin mayores agradecimientos. Solucionado el equívoco, y desde su autoridad y su impaciencia, el juez pasó a negar al abogado el interés y la necesidad de la comparecencia de su verdadero J.M., pero esto es lo que los clásicos llamaban otra historia.
Como no podía ser menos, el J.M. falso –que es nuestro J.M. verdadero de esta verdadera historia– no pudo por menos que contar, y embellecida, esta aventura no sólo en una de sus colaboraciones sabatinas, sino en varias que crecían en fervor épico y heroísmo de semana en semana.
Y en eso estaba la cosa, hasta que nos hemos enterado de que J.M. ha vuelto a los juzgados: una comedia se repite siempre como farsa, lo cual es bien trágico. Nuestro hombre está peritando como J.M. verdadero y como verdadero experto en un caso de falsificaciones. Al parecer los libros falsos de XXX son copia no autorizada de los libros falsos de otra franquicia hostelera de más larga tradición. La propiedad intelectual –si podemos llamarla así– de los decorados es de esta última, que ha demandado por una buena cantidad a aquélla. Cabe la posibilidad de que, concluido el pleito, J.M. nos lo cuente con más pelos y señales de éstos que aquí adelanto, que se permita chistes acerca de si es posible abonar la cantidad que XXX puede verse condenada a pagar en billetes falsos o del Monopoly (le he leído lo suficiente como para saber que así lo dirá), y que se postule como perito delante de todos los tribunales de este mundo y sus teatros.
También es posible que alguno de los lomos con letras doradas oculte un volumen verdadero, con sus páginas impresas y numeradas y con una hoja seca tiñendo la página 231. En cuyo supuesto, el caso habría de pasar al ámbito penal, con todas las implicaciones y molestias subsiguientes.
No tardó mucho el juez en comprender que el J.M. que tenía delante no era el que decía el abogado más bien embolicador que lo había reclamado y le mandó marchar sin mayores agradecimientos. Solucionado el equívoco, y desde su autoridad y su impaciencia, el juez pasó a negar al abogado el interés y la necesidad de la comparecencia de su verdadero J.M., pero esto es lo que los clásicos llamaban otra historia.
Como no podía ser menos, el J.M. falso –que es nuestro J.M. verdadero de esta verdadera historia– no pudo por menos que contar, y embellecida, esta aventura no sólo en una de sus colaboraciones sabatinas, sino en varias que crecían en fervor épico y heroísmo de semana en semana.
Y en eso estaba la cosa, hasta que nos hemos enterado de que J.M. ha vuelto a los juzgados: una comedia se repite siempre como farsa, lo cual es bien trágico. Nuestro hombre está peritando como J.M. verdadero y como verdadero experto en un caso de falsificaciones. Al parecer los libros falsos de XXX son copia no autorizada de los libros falsos de otra franquicia hostelera de más larga tradición. La propiedad intelectual –si podemos llamarla así– de los decorados es de esta última, que ha demandado por una buena cantidad a aquélla. Cabe la posibilidad de que, concluido el pleito, J.M. nos lo cuente con más pelos y señales de éstos que aquí adelanto, que se permita chistes acerca de si es posible abonar la cantidad que XXX puede verse condenada a pagar en billetes falsos o del Monopoly (le he leído lo suficiente como para saber que así lo dirá), y que se postule como perito delante de todos los tribunales de este mundo y sus teatros.
También es posible que alguno de los lomos con letras doradas oculte un volumen verdadero, con sus páginas impresas y numeradas y con una hoja seca tiñendo la página 231. En cuyo supuesto, el caso habría de pasar al ámbito penal, con todas las implicaciones y molestias subsiguientes.
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