Al edificio a medias derruido y expoliado le han quitado también el gran reloj. Queda un ojo vacío, o sea que no hay ojo y sólo queda la redonda cuenca y por extensión una huesa que nos recuerda fugacidades a más velocidad que la propia de ese reloj, que era –por cierto– fugaz como reloj que era de recreos y otros intermedios.
Si Borges anota en algún lugar de su geografía la complejidad del laberinto del presente y nos advierte de la callada pero segura sorpresa de que ya no repetiremos algún trayecto o algún encuentro de hoy mismo(1), la memoria –ese otro Borges– nos invita a estancias que son ya imposibles, para las que nuestra voluntad ya no vale y que dejaron un hueco que ahora ocupan otros objetos u otros afanes. Me vienen a la cabeza algunos establecimientos públicos y las casas de los abuelos. Quiero decir: porque me han venido a la cabeza, acometo un listado improbable de parajes y alcobas que son otros de los signos indispensables del paso del tiempo.
En cuanto a Borges, podríamos pensar que formula su aporía cotidiana sobre la analogía de los límites del pasado. Yo sospecho más bien que la analogía de Borges va de la épica a lo doméstico, de los imperios derrumbados a los límites invisibles que nos han vedado ya cosas tan modestas como un cajón o una carpeta. Aunque quizá la diferencia entre el pasado y nosotros sea justamente la que va de lo grande a lo pequeño, la que media entre el reloj inexorable y su desaparición, como si el tiempo estuviera también sujeto al paso del tiempo.
(1) Porque un todo lo suficientemente complejo nos reservará siempre la configuración que buscamos, pero también nos negará alguna que –de haber sido señalada– sería, lo sabemos, muy fácilmente accesible (Ramsey).
Si Borges anota en algún lugar de su geografía la complejidad del laberinto del presente y nos advierte de la callada pero segura sorpresa de que ya no repetiremos algún trayecto o algún encuentro de hoy mismo(1), la memoria –ese otro Borges– nos invita a estancias que son ya imposibles, para las que nuestra voluntad ya no vale y que dejaron un hueco que ahora ocupan otros objetos u otros afanes. Me vienen a la cabeza algunos establecimientos públicos y las casas de los abuelos. Quiero decir: porque me han venido a la cabeza, acometo un listado improbable de parajes y alcobas que son otros de los signos indispensables del paso del tiempo.
En cuanto a Borges, podríamos pensar que formula su aporía cotidiana sobre la analogía de los límites del pasado. Yo sospecho más bien que la analogía de Borges va de la épica a lo doméstico, de los imperios derrumbados a los límites invisibles que nos han vedado ya cosas tan modestas como un cajón o una carpeta. Aunque quizá la diferencia entre el pasado y nosotros sea justamente la que va de lo grande a lo pequeño, la que media entre el reloj inexorable y su desaparición, como si el tiempo estuviera también sujeto al paso del tiempo.
(1) Porque un todo lo suficientemente complejo nos reservará siempre la configuración que buscamos, pero también nos negará alguna que –de haber sido señalada– sería, lo sabemos, muy fácilmente accesible (Ramsey).
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