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lunes, febrero 18, 2008

Electorados

Estando repartidos y fijados en su mayor parte, los partidos se afanan por los votantes que cabría llamar –en el sentido económico– marginales. Esto es doctrina admitida y no conviene insistir. Ni siquiera en los efectos colaterales de la situación, ni siquiera en los directos, ni siquiera vale la pena describir lo racional o no del comportamiento de los partidos en sus pugnas.
Podría ser más interesante investigar las causas, sobre todo la llamada fidelidad de los llamados votantes al partido de sus preferencias. Aquí habrá que escuchar con la atención debida a sociólogos, politólogos e historiadores. Ignoramos casi todo de la literatura al respecto, pero nos tememos que los electores fieles lo son sobre todo al partido que no votan. Por decirlo rápidamente, no es tanto una fidelidad en el amor como una en el odio. Lo que se probaría por la oscilación entre la opción de votar a un partido determinado y la abstención como la principal oscilación observada, al menos si no se comparan contiendas electorales de distinto género.
Es posible que todo esto carezca de mayor fundamento, pero la pintura de la situación no queda completa si no se recalca el escaso número de opciones accesible al votante, algo que en otros mercados no se produce. En nuestra ignorancia, suponemos que los economistas y los psicólogos habrán estudiado con atención qué hacen los individuos cuando se enfrentan a una elección entre dos opciones mutuamente incompatibles, que no difieren en su coste, y que se acompañan de la posibilidad de abstenerse. Sin embargo, es difícil establecer una analogía precisa con la situación que plantean unas elecciones políticas. Seguramente, éstas remueven los supuestos mismos de la psicoeconomía. Por ejemplo, las opciones se acompañan con una serie de ofertas anejas –en las que podemos confiar o no– que suelen ser de un carácter más concreto y específico que las líneas definitorias de los partidos. De hecho, cada votante debería efectuar cálculos complejísimos para saber qué es lo que le conviene más. Por otro lado, es notable que las adhesiones y rechazos se producen a las más diversas escalas: un votante es alguien siempre incluido en determinados círculos y redes que rara vez han sido elegidos por aquél.
De ello, pude seguirse que la conducta de los electores no es exactamente una cuestión derivada de los programas de los partidos ni de la experiencia de su ejecutoria ni de sus ofertas anejas. En cuanto a la racionalidad de la conducta de los partidos, que dábamos por supuesta, hay que relacionarla con círculos y con redes que se dibujan en ámbitos que no coinciden plenamente con aquéllos a los se aludía a propósito del votante.
Y lo que seguramente no es tan racional es la identificación de los depósitos de votos con grupos que se definen mediante un solo rasgo: ser mujer o ser homosexual, pongamos por caso. Salvo cuando se trata de hacer caer al contrario en una trampa.
Por último, sería cuestión de investigar la hipótesis según la cuál cuanto mayor fuera el valor del voto marginal, más barrocas y, en cierto modo, amorfas serían las ofertas anejas de los partidos, las que –a su vez– deberían mantener un equilibrio peligroso con sus ejes ideológicos y con sus principales motores de cohesión, etc. etc.

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