El establecimiento, junto a la Nacional I, ha separado completamente la carta de la barra de la carta del restaurante. Como se ha sentado en el restaurante y a la mesa la cubre un mantel blanco, recién puesto, se decide por lo que no le apetece.
Comer solo en según qué clase de restaurante es, como bien se sabe, un ejercicio no exento de cieras dificultades, pero él es capaz de llevar a feliz término su empresa. Eso piensa al menos hasta que se fija en otro comensal solitario, unas mesas más allá. Hay personas que no concemos, pero que responden a un arquetipo que hemos frecuentado. O que nos ha frecuentado a nosotros desde su reino de geometrías cristalinas: el cristal del pelo sucio, el cristal de la basura, los poliedros más frágiles y desdentados; pero esto es otra historia.
La mirada del otro se cruza con la suya varias veces. Sabe retirarla inmediatamente, pero no tarda en producirse otro encuentro. También sabe percibir los gestos, no por sutiles y educados menos visibles, de la incomodidad.
Por otro lado, imaginación y memoria no se han cansado -del primer postre al café- de elaborar hipótesis acerca de cuándo, dónde y cómo, si ése fue el caso, se pudo encontrar hace muchos años con el otro comensal, zurdo por cierto, y diría que algo más viejo que él mismo, un comensal que también se ha decidido por la oferta del restaurante, pese a viajar solo y algo desaliñado.
Al ir a pagar, hace una señal al camarero para que aligere porque ha visto que el otro se está apresurando también. Al poco, ve que alguien se le acerca con la cuenta y decide olvidarse de su compañero. Por eso, por evitar un encuentro o reencuentro, un reconocimiento súbito y quizá poco grato, cuando ha satisfecho la cuenta, se levanta y sale sin mirar a nadie.
Al mismo tiempo, exactamente, que aquel extraño que ha decidido olvidar.
1 comentario:
hoy hasta gracioso, y mucho, sin peros, me has ganado
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