Extrañamente, la verdad conserva un prestigio inexplicable y cada vez más inexplicable. Veo por las calles individuos que lucen adhesivos con la leyenda "Queremos saber la verdad"; no "quiero saber la verdad". Alabamos ese plural. Pero no alabamos en la misma medida la enunciación o exhibición gráfica de semejante deseo o propósito, al que conviene mejor ese tipo de discreción que, por amor a cierta ironía y por amor cierto a la paradoja, gustaría de confundirse con el escepticismo.
Sin embargo, quien quiere saber la verdad debe estar dispuesto a reconocer o que no la sabe o que no la acepta. Si no la sabe (si, por ejemplo, no sabe que lo que sabe es verdad y es la verdad, esto último respecto a algo), debe asegurarse, bien sea progresivamente, de los requisitos que pediría a la verdad: su situación es la de aquel que busca novia. No puede despreciar (suponiendo que no le desprecien a él) eternamente. Su mejor estrategia ha de incluir el criterio de que en algún momento estará cerca de su ideal o lo suficientemente cerca de la verdad y punto, como una asíntota, que gasta cada vez más papel y más tinta algo así como para nada.
Si no acepta la verdad, es que conoce la verdad y quiere otra. Toca aquí volver a admirar la redacción del lema: la verdad es la verdad y no hay otra. No aceptar sería, pues, negar que la verdad sea verdad, cosa muy posible. El problema es que nos vemos aquí en una situación que no se emblematizaría tan bien con la asíntota como con el cuño y la medalla: hay quien quiere saber una verdad que ya sabe, esto es, quiere saber aquello que se representa y está dispuesto a aceptar, como se sabe la verdad y no se sabe lo que no es verdad. Tienen ya la verdad; quizá no tengan nunca el verbo saber, pero lo quieren utilizado justo delante de los contenidos, suficientemente explícitos por cierto, de la verdad de la que hablan.
Porque la verdad que quieren saber ya está escrita y la pobre verdad desnuda, o la pobre verdad independiente de sus adhesivos y legendarios, hará muy bien en parecerse, como la moneda o la medalla al cuño que la selló, a la verdad que quieren saber.
Sin embargo, quien quiere saber la verdad debe estar dispuesto a reconocer o que no la sabe o que no la acepta. Si no la sabe (si, por ejemplo, no sabe que lo que sabe es verdad y es la verdad, esto último respecto a algo), debe asegurarse, bien sea progresivamente, de los requisitos que pediría a la verdad: su situación es la de aquel que busca novia. No puede despreciar (suponiendo que no le desprecien a él) eternamente. Su mejor estrategia ha de incluir el criterio de que en algún momento estará cerca de su ideal o lo suficientemente cerca de la verdad y punto, como una asíntota, que gasta cada vez más papel y más tinta algo así como para nada.
Si no acepta la verdad, es que conoce la verdad y quiere otra. Toca aquí volver a admirar la redacción del lema: la verdad es la verdad y no hay otra. No aceptar sería, pues, negar que la verdad sea verdad, cosa muy posible. El problema es que nos vemos aquí en una situación que no se emblematizaría tan bien con la asíntota como con el cuño y la medalla: hay quien quiere saber una verdad que ya sabe, esto es, quiere saber aquello que se representa y está dispuesto a aceptar, como se sabe la verdad y no se sabe lo que no es verdad. Tienen ya la verdad; quizá no tengan nunca el verbo saber, pero lo quieren utilizado justo delante de los contenidos, suficientemente explícitos por cierto, de la verdad de la que hablan.
Porque la verdad que quieren saber ya está escrita y la pobre verdad desnuda, o la pobre verdad independiente de sus adhesivos y legendarios, hará muy bien en parecerse, como la moneda o la medalla al cuño que la selló, a la verdad que quieren saber.
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