Un bodegón y el consabido relleno torpe de pinceladas. El autor no tuvo empacho en lanzarse a algo así como dos metros por uno cuarenta. El borde de la mesa preparado para el trampantojo corre paralelo al lado inferior y, por tanto, al marco descascarillado. Pliegues, latón, cobre. No hay vidrio. No tocaba en ese ejercicio. En el ángulo inferior derecho, un cucurucho de papel de periódico del que, cuerno de la abundancia, se derraman nueces hacia el espectador. El pintor ha echado el resto con esa hoja de diario. Hace que algunas letras grandes sean legibles, que otras se adivinen y así que se intuya lo luctuoso de algunas noticias. En concreto, la cara interior del cono de papel corresponde a la página de las esquelas, contiguas ahora a las nueces y a su abundancia, o contiguas, tal vez causantes, del concreto azar y congelado de su caída, ya para el tiempo que aguante el óleo sobre la tabla sobre la mesa. O las que acabaron en el suelo. Pero ningún espectador mirará a sus pies por ver si puede completar el postre.
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