El nuestro ha sido siempre un país arboricida. De este país se ha dicho con razón que ha sido y es un país arboricida. Obsérvese la doble distancia, la del vocablo “arboricida”, y la de “este país”, dicho sea no en el sentido de que sea una perífrasis correcta políticamente para algunos, sino en el sentido de que sitúa al otro lado, más bien en una atalaya superior, al orador.
Pero tales dictámenes sobre todo son simplificadores, con la injusticia que ello puede suponer. El arboricidio es de temer, además, que encuentre un correlato preciso en la arborilatría o algo similar, culto que se rendiría más a los árboles urbanos o a los de las urbanizaciones, que son lo contrario éstas de la urbe y éstos y aquéllos de los árboles capitales y esenciales para nuestra subsistencia, y ello sin que suponga desprecio para los segundos y primeros.
Con los árboles habría que evitar el fortalecimiento del mito de la memoria histórica, la memoria paisajística, o la memoria urbana, mito que consiste ni más ni menos que en la supeditación de todas las facultades intelectuales, y en particular la del entendimiento, a la de la memoria.
Y, sin embargo, estamos comprobando cómo las polémicas en torno a nuevos diseños urbanísticos, en no pocos casos, idolizan más que defienden algunos árboles que se hacen ciclópeos, sublimes, gigánteos a la par que gráciles en la engañosa e inconclusa memoria. Amor que es falso, que engendra falsedades, y que no se lo merecen ni los caniches.
Volvemos al principio. Obsérvese como los resúmenes simplificadores (“este país es una cosa”, “este país es lo contrario”), se nutren también de una mala memoria, de la cancelación de la de la realidad pura y dura, con sus complejidades. Pero la llave de la memoria es el entendimiento, o lo es la razón y éstos son los que se busca neutralizar. Y volviendo también al principio, la memoria, esta memoria desprendida y salvaje, si dotada de una retórica adecuada, proporciona atalayas y sinecuras.
Podemos dejar un perro suelto, la memoria, no; que no es lo que dice que es. Creo recordar.
Pero tales dictámenes sobre todo son simplificadores, con la injusticia que ello puede suponer. El arboricidio es de temer, además, que encuentre un correlato preciso en la arborilatría o algo similar, culto que se rendiría más a los árboles urbanos o a los de las urbanizaciones, que son lo contrario éstas de la urbe y éstos y aquéllos de los árboles capitales y esenciales para nuestra subsistencia, y ello sin que suponga desprecio para los segundos y primeros.
Con los árboles habría que evitar el fortalecimiento del mito de la memoria histórica, la memoria paisajística, o la memoria urbana, mito que consiste ni más ni menos que en la supeditación de todas las facultades intelectuales, y en particular la del entendimiento, a la de la memoria.
Y, sin embargo, estamos comprobando cómo las polémicas en torno a nuevos diseños urbanísticos, en no pocos casos, idolizan más que defienden algunos árboles que se hacen ciclópeos, sublimes, gigánteos a la par que gráciles en la engañosa e inconclusa memoria. Amor que es falso, que engendra falsedades, y que no se lo merecen ni los caniches.
Volvemos al principio. Obsérvese como los resúmenes simplificadores (“este país es una cosa”, “este país es lo contrario”), se nutren también de una mala memoria, de la cancelación de la de la realidad pura y dura, con sus complejidades. Pero la llave de la memoria es el entendimiento, o lo es la razón y éstos son los que se busca neutralizar. Y volviendo también al principio, la memoria, esta memoria desprendida y salvaje, si dotada de una retórica adecuada, proporciona atalayas y sinecuras.
Podemos dejar un perro suelto, la memoria, no; que no es lo que dice que es. Creo recordar.
1 comentario:
Yo me voy a encadenar a tu blog, para que no me lo talen.
La viña desdeña los frescos valles,
los afortunados jardines de la Hesperia
sólo dan frutos de oro bajo el ardor del relámpago
que penetra como flecha el corazón de la tierra.
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