Salimos y ya no llovía. Nos apresuramos hasta haber cruzado el descampado entre el instituto y las primeras casas. Estábamos protegidos bajo una cornisa cuando la lluvia recomenzó con fuerza. Fue en ese momento, y fue como una marioneta movida por las gotas que nos salpicaban, cuando Ignacio comenzó también a gritar y gesticular. No tenía el billetero y en el billetero llevaba el carnet de identidad, la tarjeta plastificada que desde hacía un par de meses era -digámoslo todo- su posesión más preciada:
- Al salir lo llevaba. Estoy seguro. Me fijé, me fijo siempre. Se me ha tenido que caer en algún sitio.
De los cinco, todos menos Alberto, que se negó, pero aceptó esperarnos, volvimos sobre nuestros pasos y nos pusimos a buscar y a calarnos bajo la luz cada vez más exigua de la tarde. A los diez minutos dejó de llover. Estábamos calados y aburridos y a punto de abandonar. Vimos como Alberto se acercaba indiferente a nuestros insultos, se desviaba, se movía a un lado y otro, para agacharse con no poca circunstancia y anunciar finalmente:
- Aquí está. No sabéis buscar.
Todos juramos que habíamos mirado allí mismo. Teorizamos sobre el contraste entre el marrón oscuro del billetero y el casi más oscuro de la tierra mojada. Hablamos de la conveniencia de no obsesionarse en tarea alguna, corolario por cierto muy satisfactorio en su aplicación a nuestras tareas escolares, y nos dispusimos a olvidar el asunto. Ignacio muy solemne manifestó su agradecimiento a Alberto. Alberto se permitió un gesto de burla y sólo le dejó recuperar su DNI tras regatearle la devolución un par de veces con habilidad de malabarista.
Alberto no buscaba. Alberto encontraba. Alberto sabía también trabajar su propio prestigio. Tenía gracia Alberto.
El día que enterramos a Alberto llovía con la lluvia constante e implacable de los cementerios. Al regresar a la ciudad, los cuatro en mi coche, fue inevitable que acabáramos en un bar. Era ya tarde y la conversación había revisado bastantes años, algunos vividos en común y otros en lugares y con suertes muy distintas. Ahora estábamos en silencio. En televisión, se veía lo que parecía un grupo de médicos en un hospital:
- Mira, el orate hijodeputa, dijo Félix.
Nadie siguió. Ignacio hizo un movimiento repentino y algo violento, pero sólo estaba sacando el billetero. Lo dejó a un lado, sobre la barra, y al alcance del camarero algunos billetes. Afuera llovía con fuerza.
El camarero no había traído aún el cambio. El silencio parecía definitivo, lo que significaba sin duda que nos habíamos despedido de Alberto con los debidos honores y que debíamos dar por concluida la ceremonia. Fue entonces cuando Juan Pablo, a la vista de todos, cogió el billetero y fingió teatralmente que se lo guardaba en un bolsillo interior de su chaqueta. Luego, con un pequeño malabarismo lo volvió a dejar en la barra al alcance de su dueño.
En ese momento, todos comprendimos.
- Al salir lo llevaba. Estoy seguro. Me fijé, me fijo siempre. Se me ha tenido que caer en algún sitio.
De los cinco, todos menos Alberto, que se negó, pero aceptó esperarnos, volvimos sobre nuestros pasos y nos pusimos a buscar y a calarnos bajo la luz cada vez más exigua de la tarde. A los diez minutos dejó de llover. Estábamos calados y aburridos y a punto de abandonar. Vimos como Alberto se acercaba indiferente a nuestros insultos, se desviaba, se movía a un lado y otro, para agacharse con no poca circunstancia y anunciar finalmente:
- Aquí está. No sabéis buscar.
Todos juramos que habíamos mirado allí mismo. Teorizamos sobre el contraste entre el marrón oscuro del billetero y el casi más oscuro de la tierra mojada. Hablamos de la conveniencia de no obsesionarse en tarea alguna, corolario por cierto muy satisfactorio en su aplicación a nuestras tareas escolares, y nos dispusimos a olvidar el asunto. Ignacio muy solemne manifestó su agradecimiento a Alberto. Alberto se permitió un gesto de burla y sólo le dejó recuperar su DNI tras regatearle la devolución un par de veces con habilidad de malabarista.
Alberto no buscaba. Alberto encontraba. Alberto sabía también trabajar su propio prestigio. Tenía gracia Alberto.
El día que enterramos a Alberto llovía con la lluvia constante e implacable de los cementerios. Al regresar a la ciudad, los cuatro en mi coche, fue inevitable que acabáramos en un bar. Era ya tarde y la conversación había revisado bastantes años, algunos vividos en común y otros en lugares y con suertes muy distintas. Ahora estábamos en silencio. En televisión, se veía lo que parecía un grupo de médicos en un hospital:
- Mira, el orate hijodeputa, dijo Félix.
Nadie siguió. Ignacio hizo un movimiento repentino y algo violento, pero sólo estaba sacando el billetero. Lo dejó a un lado, sobre la barra, y al alcance del camarero algunos billetes. Afuera llovía con fuerza.
El camarero no había traído aún el cambio. El silencio parecía definitivo, lo que significaba sin duda que nos habíamos despedido de Alberto con los debidos honores y que debíamos dar por concluida la ceremonia. Fue entonces cuando Juan Pablo, a la vista de todos, cogió el billetero y fingió teatralmente que se lo guardaba en un bolsillo interior de su chaqueta. Luego, con un pequeño malabarismo lo volvió a dejar en la barra al alcance de su dueño.
En ese momento, todos comprendimos.
1 comentario:
Estilo muy Bolaño.
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