Supongamos que el insulto puede justificarse políticamente. Mejor, que sea un mero y formal corolario añadido a una realidad de orden político que la propia posición o la ajena están llamadas a subrayar o fabular. Es decir, que puestos a buscar causas, razones o tal vez excusas, la argumentación haya de descansar sobre el asiento de una militancia política u otra.
Pero la consecuencia del corolario no vendría de los juicios previos, de su contenido y de su engarce. Más bien, ese corolario sería la conclusión material de una posición política contra la que se dibujan los desviacionismos varios. Y, sin embargo y por si hacía falta, esta constatación desactiva totalmente la posible verdad de los insultos y acentúa su valencia etológica, la de congregar al propio rebaño. O muta, si lo que muerde no es hierba.
Pero la consecuencia del corolario no vendría de los juicios previos, de su contenido y de su engarce. Más bien, ese corolario sería la conclusión material de una posición política contra la que se dibujan los desviacionismos varios. Y, sin embargo y por si hacía falta, esta constatación desactiva totalmente la posible verdad de los insultos y acentúa su valencia etológica, la de congregar al propio rebaño. O muta, si lo que muerde no es hierba.
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