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sábado, febrero 24, 2007

Desolación de la encimera

Estar casado tiene pluma, se dijo al ver la desierta cocina y las migas viejas junto a la sartén, el aceite -o la mancha del aceite- sobre la piedra artificial.
Salió a la terraza. Allí, en los vastos jardines, la tumbona y la toalla ("Malibu Beach") abandonadas. Los claveles chinos arruinados como corresponde. Recordó un viejo apunte de Alfonso ("Luis II de Viguera escucha a la Orquesta Amanecer") y otro de su inseguro servidor de ustedes ("Así la tendrás de pasa cuando me vaya yo").
Volvió dentro y recorrió, sin leer los lomos, la estantería. Estaba empeñado en un apunte propio, algo como "Nerds in the Night", pero nada se le ocurría. Era el momento crucial para un romance estepario y que añorase una primavera que nunca llegaba, pero no podía pasar de algo así como "Cuando se esperan los marzos para ir a coger las marzas me remango bien los bajos aunque me rasquen las zarzas..."
De hecho, el motivo le venía de Pepe y sus intermedios micológicos. Nada. Ni sentarse. Entonces se saltó el interruptor diferencial. Bajó a conectarlo mientras comenzaban a abrumarle las horas de espera que hasta hacía media le parecían tan felices.
Se acercaba la hora oscura de la cena y se acercaba el hambre. Llevaba rato en un rincón del salón. Sabía lo que debía hacer, pero necesitaba atesorar voluntad como el que atesora achaques o cicatrices. Finalmente, tras un rigodón absurdo por el pasillo, llegó a la cocina. Aún lo dudo durante un tiempo pasmosamente congelado como la pescadilla de un menú atroz. Pensó que nunca sería capaz. Pero la curiosidad pudo más que el miedo, y abrió el frigorifico.

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