Sale temprano de su casa y viaja a otra ciudad con un propósito definido. Pero mal definido. Llega al lugar, pero no es el día. Vuelve a su casa. Digamos que, en aplicación del programa “hacer de la necesidad virtud”, se ve a sí mismo estoico, y ve el estoicismo como un variedad austera del heroísmo. Sin embargo, lo único que ha sucedido es que han jugado con él. Un error atribuible a un funcionario ha jugado con él. Acabamos concibiendo el destino como el encadenamiento de errores que acaban jugando a la divertida ironía punto menos que romántica con el personal.
Demasiado duro que las reglas sean las invencibles y infranqueables reglas del error, que son de las pocas que ni siquiera podemos soñar con infringir. Aquí aparece una ligera variación sobre un tema de Mamet, a falta de otra referencia. Pues la vida es juego, ¿por qué jugar al juego A o al juego B con sus pobres reglas, con las pobres reglas del truco o las pobres también del dólar de Raúl, con la decisión de “dejamos de jugar al nomic”? Son juegos a los que podemos dejar de jugar. No son más que representaciones del Juego con su escenografía de Fénix, su escenografía que es la cárcel intangible, sin límites.
El error es la desviación estoica, el clinamen verdadero de algún marrano epicúreo que preferiría no hacerlo en un mal iluminado negociado del Imperio, el nacimiento del futuro, de la esperanza y de la verdad, el error del jugador con el que los jugadores juegan o el de los jugadores con que juega el inconstante demiurgo, la suerte del principiante, en fin.
Pero su especialidad lúdica, la de nuestro hombre, el que salió temprano de su casa y viajó a otra ciudad, etc., es la de evitar la partida de la sobremesa, el hastío de sentarse hasta la vaga hora del atardecer o de la misma cena, alrededor de las cartas o de los otros adminículos que van perfilando el destino del día y tal vez alguna transferencia menor entre los participantes. Podría, presume en alguna ensoñación, participar en el Campeonato del Mundo en un Las Vegas de jugadores perezosos y renuentes, ludópatas que pierden su fama y fortuna en el juego de excusas y coartadas que les sirven para no completar el cuarteto o quinteto necesario, para dejar a tres tristes trileros aburriéndose con un subastado en franca decadencia histórica o con un abortado parchís triédrico.
Vuelve a su casa poco después del mediodía. Se queja de su suerte, esto es, del error del funcionario, etc. Deja su casa y baja las escaleras con la determinación de un animal inferior y contundente. Tal vez en el café encuentre a algunos jugadores buscando a un colega o a un primo. Va a rehusar. Es el juego de no jugar, es su especialidad. Les desplumará; no les quepa duda.
Demasiado duro que las reglas sean las invencibles y infranqueables reglas del error, que son de las pocas que ni siquiera podemos soñar con infringir. Aquí aparece una ligera variación sobre un tema de Mamet, a falta de otra referencia. Pues la vida es juego, ¿por qué jugar al juego A o al juego B con sus pobres reglas, con las pobres reglas del truco o las pobres también del dólar de Raúl, con la decisión de “dejamos de jugar al nomic”? Son juegos a los que podemos dejar de jugar. No son más que representaciones del Juego con su escenografía de Fénix, su escenografía que es la cárcel intangible, sin límites.
El error es la desviación estoica, el clinamen verdadero de algún marrano epicúreo que preferiría no hacerlo en un mal iluminado negociado del Imperio, el nacimiento del futuro, de la esperanza y de la verdad, el error del jugador con el que los jugadores juegan o el de los jugadores con que juega el inconstante demiurgo, la suerte del principiante, en fin.
Pero su especialidad lúdica, la de nuestro hombre, el que salió temprano de su casa y viajó a otra ciudad, etc., es la de evitar la partida de la sobremesa, el hastío de sentarse hasta la vaga hora del atardecer o de la misma cena, alrededor de las cartas o de los otros adminículos que van perfilando el destino del día y tal vez alguna transferencia menor entre los participantes. Podría, presume en alguna ensoñación, participar en el Campeonato del Mundo en un Las Vegas de jugadores perezosos y renuentes, ludópatas que pierden su fama y fortuna en el juego de excusas y coartadas que les sirven para no completar el cuarteto o quinteto necesario, para dejar a tres tristes trileros aburriéndose con un subastado en franca decadencia histórica o con un abortado parchís triédrico.
Vuelve a su casa poco después del mediodía. Se queja de su suerte, esto es, del error del funcionario, etc. Deja su casa y baja las escaleras con la determinación de un animal inferior y contundente. Tal vez en el café encuentre a algunos jugadores buscando a un colega o a un primo. Va a rehusar. Es el juego de no jugar, es su especialidad. Les desplumará; no les quepa duda.
2 comentarios:
Agradezcamos pues, tras un mes largo de lectura, –esto toca hoy– que D. Lucrecio Bartleby haya hecho de las suyas en Barakaldo.
¿Quién carajos es Lucrecio Bartleby? Oh Enigmasis
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