“Hagamos uno, dos, muchos alamuts.” La idea no es nueva. Multiplicar los vietnams fue una estrategia plausible, pero ¿estrategia de quién? En el caso de los vietnams, se trataba de la revolución y más concretamente de quienes pretendían la consecución de estados socialistas alineados con el comunismo o el socialismo realmente existente.
Los comandos dormidos, insertos en Occidente, nos pueden hacer pensar en unos alamuts más bien austeros y poco prometedores en el capítulo de las diversiones, lo que no habría de restarles eficacia. Antes al contrario, se pensaría desde el casticismo. Ahora bien, si pensamos en un estado islámico universal como referencia, veremos que la cosa está aún menos clara de lo que pudo estar la multiplicación de los vietnams de hace ya cuarenta años.
La guerra santa se enfrenta al problema del estado que puede surgir de la misma, pues ése es el problema de cada gran guerra. La tesis sería que el estado a que se tiende, si es estado, debería ser capaz de sostener otra guerra que la terrorista y debería también haberse formado sobre una guerra distinta a ésa. En otras palabras, del terrorismo no puede surgir un estado, si no media una guerra de otro orden. Esta tesis no alcanzaría a situaciones en que ese futuro estado fuera el resultado de la expansión, secesión o hegemonía de un estado ya existente de manera efectiva o planificada (jugando siempre a favor de los intereses de las potencias), pero los terroristas de los que tratamos aquí no dicen “vamos a constituir tal estado identificado con tal o cual ficción o realidad histórica”, sino “vamos a implantar un nuevo reino tan ancho como la tierra”.
A esa tesis se enfrenta aparentemente la idea del método terrorista como método posible o como escalón previo a una guerra de guerrillas (según la ortodoxia maoísta) o de otro tipo.
Pero quizá el terrorismo islámico no pueda dar lugar al sujeto que conduzca o sostenga tal otro tipo de guerra, si no es precisamente por la mediación de un estado realmente existente; y dada la magnitud de los objetivos, no bastaría la realidad o el proyecto de un pequeño estado. De ahí la importancia estratégica de que no exista un estado fuerte que lidere esa guerra, lo que sería el caso de un estado radical con armamento nuclear o de un estado con armamento nuclear que se radicalizase. En otras palabras, no importarían tanto por sí mismos un Pakistán o un Irán revueltos contra Occidente como una potencia que diera el marco de un estado a la revolución musulmana. O, por volver a lo que conocemos, esperemos que no tengan un Lenin.
Porque es muy posible que el estado islámico universal o hegemónico sea algo así como un imposible termodinámico si no se ciñe a las formas conocidas del estado, que implican una infraestructura y un mercado para un desarrollo tecnológico e industrial adecuado, justo el que corresponde a otro tipo de guerra que viniera a sustituir a ésta a la que estamos asistiendo. También es verdad que, aparte el islamismo, hay potencias que cumplen todos los otros requisitos.
Los comandos dormidos, insertos en Occidente, nos pueden hacer pensar en unos alamuts más bien austeros y poco prometedores en el capítulo de las diversiones, lo que no habría de restarles eficacia. Antes al contrario, se pensaría desde el casticismo. Ahora bien, si pensamos en un estado islámico universal como referencia, veremos que la cosa está aún menos clara de lo que pudo estar la multiplicación de los vietnams de hace ya cuarenta años.
La guerra santa se enfrenta al problema del estado que puede surgir de la misma, pues ése es el problema de cada gran guerra. La tesis sería que el estado a que se tiende, si es estado, debería ser capaz de sostener otra guerra que la terrorista y debería también haberse formado sobre una guerra distinta a ésa. En otras palabras, del terrorismo no puede surgir un estado, si no media una guerra de otro orden. Esta tesis no alcanzaría a situaciones en que ese futuro estado fuera el resultado de la expansión, secesión o hegemonía de un estado ya existente de manera efectiva o planificada (jugando siempre a favor de los intereses de las potencias), pero los terroristas de los que tratamos aquí no dicen “vamos a constituir tal estado identificado con tal o cual ficción o realidad histórica”, sino “vamos a implantar un nuevo reino tan ancho como la tierra”.
A esa tesis se enfrenta aparentemente la idea del método terrorista como método posible o como escalón previo a una guerra de guerrillas (según la ortodoxia maoísta) o de otro tipo.
Pero quizá el terrorismo islámico no pueda dar lugar al sujeto que conduzca o sostenga tal otro tipo de guerra, si no es precisamente por la mediación de un estado realmente existente; y dada la magnitud de los objetivos, no bastaría la realidad o el proyecto de un pequeño estado. De ahí la importancia estratégica de que no exista un estado fuerte que lidere esa guerra, lo que sería el caso de un estado radical con armamento nuclear o de un estado con armamento nuclear que se radicalizase. En otras palabras, no importarían tanto por sí mismos un Pakistán o un Irán revueltos contra Occidente como una potencia que diera el marco de un estado a la revolución musulmana. O, por volver a lo que conocemos, esperemos que no tengan un Lenin.
Porque es muy posible que el estado islámico universal o hegemónico sea algo así como un imposible termodinámico si no se ciñe a las formas conocidas del estado, que implican una infraestructura y un mercado para un desarrollo tecnológico e industrial adecuado, justo el que corresponde a otro tipo de guerra que viniera a sustituir a ésta a la que estamos asistiendo. También es verdad que, aparte el islamismo, hay potencias que cumplen todos los otros requisitos.
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