Un día, no hacer pie deja de ser una preocupación central en la vida veraniega, la precaución escasamente anfibia de la que nos olvidamos bajo Deneb, Altair y Vega. Existen también fases intermedias, cuando los saltitos sobre apenas los dedos de un pie bastaban para nuestra seguridad y nuestra psicología -que no la de nuestras madres-, allí donde ni cubre ni deja de cubrir, sólo un poco más allá de la gruesa línea roja.
Desolvidar lo sólido, o la noción de que sólo lo sólido es soporte. Salir del agua con nuestro eurekamen, los saltos ahora lavapiés adelante para luego zambullirnos por segunda vez y comprobar que todo sigue funcionando.
O no hacer pie en una sintaxis de motosierra, esto es, con motor de dos tiempos y seguir y contemplar las piscinas en los inviernos, su arquitectura desnuda que nos descubre el teorema que dictamina que el horizonte lo marca el agua, que las hojas se pudren bajo nuestros pies, bajo nuestras rodillas de barro.
Desolvidar lo sólido, o la noción de que sólo lo sólido es soporte. Salir del agua con nuestro eurekamen, los saltos ahora lavapiés adelante para luego zambullirnos por segunda vez y comprobar que todo sigue funcionando.
O no hacer pie en una sintaxis de motosierra, esto es, con motor de dos tiempos y seguir y contemplar las piscinas en los inviernos, su arquitectura desnuda que nos descubre el teorema que dictamina que el horizonte lo marca el agua, que las hojas se pudren bajo nuestros pies, bajo nuestras rodillas de barro.
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