La enseñanza puede ser -y, por desgracia, cada vez lo es más- una batalla en que el sentido común del alumno se bate en retirada ante los reglamentos que le dictan si el sujeto va antes del verbo o si los voltios se dividen por los ohmios o al contrario. Como si comprender y saber no fuese la negación de los minúsculos reglamentos que inficionan la enciclopedia y los apuntes.
El profesor se ha rendido ya muchas veces -o una y por todas- a los recetarios o a las advertencias y trucos de vocación oligofrénica. Porque, al final, la autoridad académica nunca tiene paciencia y blandirá los temarios y las contestaciones mecanizadas, como un cuerpo de ejercito movido por el vodka de los catecismos.
Frente a esto, nuestra obligación es quemar programas, planes y temarios. Saber una cosa o dos y dejar las verdades troqueladas y los métodos de piñón fijo para un museo de los de botellas con formol.
El profesor se ha rendido ya muchas veces -o una y por todas- a los recetarios o a las advertencias y trucos de vocación oligofrénica. Porque, al final, la autoridad académica nunca tiene paciencia y blandirá los temarios y las contestaciones mecanizadas, como un cuerpo de ejercito movido por el vodka de los catecismos.
Frente a esto, nuestra obligación es quemar programas, planes y temarios. Saber una cosa o dos y dejar las verdades troqueladas y los métodos de piñón fijo para un museo de los de botellas con formol.
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