–Lo malo son las ideas.
Estábamos esperando uno de los largos silenciosos que convertían sus intervenciones en un modelo inamovible de lo sentencioso. Dejábamos, como de costumbre, que sonase alguna crepitación del fuego antes de que alguien, en un turno tácito pero bien pautado, buscase con sus ojos los de los demás. Era la segunda parte de la ceremonia y que consistía en una interrogación también tácita, como de quien quiere asegurarse del carácter novedoso de lo recién escuchado, o quizá de que no se trataba sino del renacer sorpresivo, inesperado, de un tópico que había sido considerado con algún detenimiento días, semanas, meses o incluso años atrás.
Esa noche, sin embargo, el silencio no fue tal, uno, dos o tres segundos, que supimos aprovechar como si aguardásemos durante una pausa solemne:
–Las mismas ideas en cuyo nombre se hacen guerras, quieren hacerse servir para las paces. Todo es malo, pero eso que llamamos ideas es lo peor.
Ahora le dio por remover las brasas con el atizador, como quien dibuja en el suelo. Por un momento, pudimos pensar que lo alzaría para que su sombra dibujase trayectorias sobre el muro posterior, pero decididamente siempre había pertenecido a otra escuela de actores.
–Las ideas no son esos substantivos sublimes. Nuestra especie lo justifica todo por ellos. No borran, anulan el peor crimen. Cuando una palabra se gasta, viene otra. Las ideas no habitan el cielo, son las cosas. Las más bajas. Bastante más honradas. La guerra no se hace por lo que las palabras indican. Las peores paces son las que suelen acompañarse de las retóricas más sublimes.
Ese fue uno de sus discursos más largos. Por un instante, pareció que esa vez sí iba a levantar el atizador.
Estábamos esperando uno de los largos silenciosos que convertían sus intervenciones en un modelo inamovible de lo sentencioso. Dejábamos, como de costumbre, que sonase alguna crepitación del fuego antes de que alguien, en un turno tácito pero bien pautado, buscase con sus ojos los de los demás. Era la segunda parte de la ceremonia y que consistía en una interrogación también tácita, como de quien quiere asegurarse del carácter novedoso de lo recién escuchado, o quizá de que no se trataba sino del renacer sorpresivo, inesperado, de un tópico que había sido considerado con algún detenimiento días, semanas, meses o incluso años atrás.
Esa noche, sin embargo, el silencio no fue tal, uno, dos o tres segundos, que supimos aprovechar como si aguardásemos durante una pausa solemne:
–Las mismas ideas en cuyo nombre se hacen guerras, quieren hacerse servir para las paces. Todo es malo, pero eso que llamamos ideas es lo peor.
Ahora le dio por remover las brasas con el atizador, como quien dibuja en el suelo. Por un momento, pudimos pensar que lo alzaría para que su sombra dibujase trayectorias sobre el muro posterior, pero decididamente siempre había pertenecido a otra escuela de actores.
–Las ideas no son esos substantivos sublimes. Nuestra especie lo justifica todo por ellos. No borran, anulan el peor crimen. Cuando una palabra se gasta, viene otra. Las ideas no habitan el cielo, son las cosas. Las más bajas. Bastante más honradas. La guerra no se hace por lo que las palabras indican. Las peores paces son las que suelen acompañarse de las retóricas más sublimes.
Ese fue uno de sus discursos más largos. Por un instante, pareció que esa vez sí iba a levantar el atizador.
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