Sentían uno por el otro mutua más que antipatía y el odio edificaba armonías que unían aún más a uno y a otro. Eso, si uno y otro eran uno y otro. Pues los demás coincidían en que la persona que más podía parecerse al primero era el segundo, y viceversa. Conocida, por ejemplo, la reacción de uno ante un circunstancia dada, sabíamos ya cuál sería la del otro. Añadamos que de esta circularidad no deberemos apresurarnos en deducir que uno y otro se odiaban ya a sí mismos. De hecho, la necesidad del espejo en que se habían convertido uno al otro y el uno del otro no podía sino subrayar y reforzar ese trayecto doble, el que cubrían los afectos de uno y el que seguían, en sentido contrario, los del otro.
No evitaban zaherirse con los mismos desafortunados comentarios: "La muerte nos iguala a todos", "algún día todos seremos barro" o "eres como todo el mundo".
No evitaban zaherirse con los mismos desafortunados comentarios: "La muerte nos iguala a todos", "algún día todos seremos barro" o "eres como todo el mundo".
1 comentario:
Antes de que este post se escurra hacia abajo: me parece un acierto total. Mis padres, por ejemplo. Sobretodo en nuestra presencia (la de sus hijos).
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