Al inspector Z. le llegó el retiro sin haber cerrado, sin ni siquiera haber ofrecido a sus superiores una idea razonable de los hechos que se escondían tras los resultados conocidos, y que eran fácilmente resumibles: Se trataba del robo de unos pagarés y lo decimos así para confundir al lector por un momento. Porque el valor de esos pagarés era que se trataba de documentos históricos –los dos, pues eran dos, venían fechados en 1711 y habían vencido hacía mucho, mucho tiempo– y ese valor no era otro precisamente que el que podía tener para algunos coleccionistas o para algunas instituciones o museos. Y tampoco era mucho el dinero que por aquellos dos papeles se podía pagar. Una tasación de la que Z. pudo disponer resultó más bien desalentadora en este sentido.
Naturalmente, Z. no ignoraba que determinados, y escasos, coleccionistas especializados –que no llegaban a constituir un mercado y que, por ello, lo que pagaban por el objeto de su interés no era, estrictamente hablando, un precio– eran muy capaces de llegar al delito más atroz por una ganancia íntima e inconfesable. Nunca convertible, por otro lado, en una cantidad razonable de dinero.
El propietario de los documentos, un notario por más señas, había denunciado su desaparición de la vitrina donde los conservaba. Dada su profesión, y si se nos permite la ligereza, pudo dar fe de que allí habían estado los documentos, pudo probar que eran de su propiedad, pudo mostrar unas reproducciones fotostáticas (así se refirió a las fotocopias) de los mismos e, incluso, que allí habían estado hasta el día anterior al de su visita a la Comisaría. No pudo aportar sospechosos, quizá para desgracia o quizá para la fortuna de Z, pues así éste –al menos tal era su broma profesional favorita– debería “pensar” más.
Z. era profesional y concienzudo. Examinó el lugar de los hechos –la vitrina estaba en un pasillo del domicilio del notario y, dicho sea de paso, la noche de la desaparición sólo él, viudo al que los hijos habían dejado para siempre y el servicio durante unas horas, estaba en la casa–, examinó la vitrina (casi la destroza) y los muebles más cercanos. Ante el notario, expuso Z. y rechazó hipótesis diversas sin olvidar las relacionadas con La carta robada de Poe; calló en cambio las que podrían derivarse de algún rasgo excéntrico del ciudadano al que servía. Ante sus compañeros sí que se entretuvo en considerar la posibilidad de alguna rareza, de una broma incluso en la que el notario hubiera negligido por aburrimiento o por esa variedad del aburrimiento que se llama apuesta.
El caso, que se fue extinguiendo a medida que llegaban otros y se alejaba una solución probada o al menos verosímil, sirvió para que Z. se interesase por algunos temas históricos y para que leyese, aunque sin rozar en momento alguno la obsesión, algunos libros que solía interpretar en términos del policía profesional: “sospecha, siempre sospecha”. A los dos años, a Z. le llegó la jubilación y un reloj que, como es el caso en estas circunstancias, sumaba a la crueldad estética, la del recuerdo sombrío de algún emblema moral.
Y es el caso también que Z. había llegado, calcule el lector el tiempo transcurrido, a los ochenta años. En sus ocios, había frecuentado esos emblemas a que nos acabamos de referir y, en cumplimiento de un trámite diario inexcusable, esa mañana había leído una esquela de cuya relación de dramatis personae sobresalía el nombre de aquel notario de hace tanto tiempo, nombre sonoro e incapaz de vencer la memoria de un policía, nombre acompañado además de la palabra “notario”.
Comió tranquilamente en el bar en que solía hacerlo. Subió a su casa para descansar y con la suficiente antelación salió para llegar a tiempo al funeral. La tarde amenazaba lluvia y decidió recurrir a su gabardina, la de los tiempos mejores que decía él, y no pudo prescindir de un paraguas, coetáneo estricto de la gabardina.
A la iglesia le pareció adecuado acudir con una carpeta plastificada –por si llovía, no se olvide–. No es que pensara devolver a su legítimo propietario los dos pagarés que había encontrado a los dos minutos de llegar a la casa rigurosa y severa del notario, los dos pagarés que se habían deslizado en vertical hasta la estantería más baja y que, por juego o por broma (el finado tan solemne y tan trivial entonces como ahora: “reproducciones fotostáticas”, “bienes de de quien más que propietario, que lo soy, soy custodio”) le había sisado delante de sus narices. Por juego o por broma que habían durado más de veinte años y que ahora no podía resolver. Que tampoco importaba. A fin de cuentas, sobre los documentos no podía haber queja. Los había protegido muy bien de la lluvia y de las miradas indiscretas.
Naturalmente, Z. no ignoraba que determinados, y escasos, coleccionistas especializados –que no llegaban a constituir un mercado y que, por ello, lo que pagaban por el objeto de su interés no era, estrictamente hablando, un precio– eran muy capaces de llegar al delito más atroz por una ganancia íntima e inconfesable. Nunca convertible, por otro lado, en una cantidad razonable de dinero.
El propietario de los documentos, un notario por más señas, había denunciado su desaparición de la vitrina donde los conservaba. Dada su profesión, y si se nos permite la ligereza, pudo dar fe de que allí habían estado los documentos, pudo probar que eran de su propiedad, pudo mostrar unas reproducciones fotostáticas (así se refirió a las fotocopias) de los mismos e, incluso, que allí habían estado hasta el día anterior al de su visita a la Comisaría. No pudo aportar sospechosos, quizá para desgracia o quizá para la fortuna de Z, pues así éste –al menos tal era su broma profesional favorita– debería “pensar” más.
Z. era profesional y concienzudo. Examinó el lugar de los hechos –la vitrina estaba en un pasillo del domicilio del notario y, dicho sea de paso, la noche de la desaparición sólo él, viudo al que los hijos habían dejado para siempre y el servicio durante unas horas, estaba en la casa–, examinó la vitrina (casi la destroza) y los muebles más cercanos. Ante el notario, expuso Z. y rechazó hipótesis diversas sin olvidar las relacionadas con La carta robada de Poe; calló en cambio las que podrían derivarse de algún rasgo excéntrico del ciudadano al que servía. Ante sus compañeros sí que se entretuvo en considerar la posibilidad de alguna rareza, de una broma incluso en la que el notario hubiera negligido por aburrimiento o por esa variedad del aburrimiento que se llama apuesta.
El caso, que se fue extinguiendo a medida que llegaban otros y se alejaba una solución probada o al menos verosímil, sirvió para que Z. se interesase por algunos temas históricos y para que leyese, aunque sin rozar en momento alguno la obsesión, algunos libros que solía interpretar en términos del policía profesional: “sospecha, siempre sospecha”. A los dos años, a Z. le llegó la jubilación y un reloj que, como es el caso en estas circunstancias, sumaba a la crueldad estética, la del recuerdo sombrío de algún emblema moral.
Y es el caso también que Z. había llegado, calcule el lector el tiempo transcurrido, a los ochenta años. En sus ocios, había frecuentado esos emblemas a que nos acabamos de referir y, en cumplimiento de un trámite diario inexcusable, esa mañana había leído una esquela de cuya relación de dramatis personae sobresalía el nombre de aquel notario de hace tanto tiempo, nombre sonoro e incapaz de vencer la memoria de un policía, nombre acompañado además de la palabra “notario”.
Comió tranquilamente en el bar en que solía hacerlo. Subió a su casa para descansar y con la suficiente antelación salió para llegar a tiempo al funeral. La tarde amenazaba lluvia y decidió recurrir a su gabardina, la de los tiempos mejores que decía él, y no pudo prescindir de un paraguas, coetáneo estricto de la gabardina.
A la iglesia le pareció adecuado acudir con una carpeta plastificada –por si llovía, no se olvide–. No es que pensara devolver a su legítimo propietario los dos pagarés que había encontrado a los dos minutos de llegar a la casa rigurosa y severa del notario, los dos pagarés que se habían deslizado en vertical hasta la estantería más baja y que, por juego o por broma (el finado tan solemne y tan trivial entonces como ahora: “reproducciones fotostáticas”, “bienes de de quien más que propietario, que lo soy, soy custodio”) le había sisado delante de sus narices. Por juego o por broma que habían durado más de veinte años y que ahora no podía resolver. Que tampoco importaba. A fin de cuentas, sobre los documentos no podía haber queja. Los había protegido muy bien de la lluvia y de las miradas indiscretas.
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